¿Quién fue el que dijo que las cosas siempre podían empeorar? Porque deberían nombrarlo profeta.
Cuando Anahí se levantó por la mañana, apenas podía mover la mandíbula, la cabeza parecía a punto de estallarle y, aunque los rosetones que Brian pintó en sus mejillas habían desaparecido, tenía los pómulos un poco inflamados. Pero ahí no terminaron sus problemas: acababa de aplicarse otra tanda de colorete en varios puntos estratégicos para intentar afilar ópticamente la hinchazón de sus mejillas, por si alguien con buen ojo sabía apreciar un par de buenas bofetadas, cuando recibió una llamada de la comisaría central. Sin saber muy bien a qué se debía aquella urgencia a primera hora, porque estaba segura de que se trataba de una urgencia, se cepilló el pelo con rapidez y se puso en marcha. El hecho de que su padre no la telefoneara desde su línea privada solo corroboraba su temor: era el jefe de policía el que la citaba en su despacho. Al entrar en la elegante sala, presidida por la bandera de Estados Unidos en la pared frontal, se topó con la mirada sorprendida del abogado Barrymore que, sentado junto a la mesa de su padre, se volvió hacia la puerta.
—¿A ti también te ha convocado? —le preguntó, levantándose al verla avanzar hacia él.
Percibió desconcierto en sus maquilladas facciones cuando afirmó con la cabeza al tiempo que se sentaba en la silla que quedaba libre a su lado. Su aspecto crispado, y el hecho de que evadiera su mirada curiosa sobre ella, le tentaron a arrimarse más, arrastrando su asiento.
—Supongo que no nos habrán citado por el mismo motivo —comentó ella, inquieta.
—Ni idea. Tu padre me telefoneó a primera hora y no explicó mucho. Dijo que quería verme con urgencia y aquí estoy... —Se acercó más para susurrarle—. ¿Sabes? Me siento como si estuviera en el colegio y el director me hubiera llamado a su despacho para echarme la bronca.
Sonrió y ella apretó los labios.
—No sé por qué motivo tendría que echarnos la bronca.
—Hablo de mí, no de ti. No había pensado que quisiera sermonearnos juntos, pero ahora que lo dices... —Se apartó de ella con gesto reflexivo.
Anahí estaba diferente. Se había maquillado en exceso y, de no ser por su ropa de trabajo, pensaría que estaba a punto de acudir a una cita nocturna. Aquella mañana hacía viento y su melena alborotada, el rubor exagerado de sus mejillas y su mirada evasiva resultaban en conjunto un reclamo sexual. Aunque enseguida supo que estaba incómoda. Incluso cuando parecía asustada era capaz de condenar a alguien con los ojos.
—Bueno, pronto saldremos de dudas —aseguró ella para terminar la conversación.
—No sé mucho de ti, pero apostaría a que fuiste una niña muy obediente, Anahí . Seguro que el director del colegio nunca te llamó a su despacho.
—No tiene sentido que nos hayan citado a los dos juntos. —Ella ignoró el sarcasmo de sus palabras y, recordando las amenazas de Brian, siguió rumiando en voz alta—. Seguro que se ha filtrado nuestra visita a la familia Tilman. ¿Cómo podremos justificar que estamos interfiriendo en una investigación?
—Negándolo, por supuesto. Ante la duda, siempre hay que negar los hechos —le aseguró muy serio.
—¿Así es como aconsejas a tus clientes para demostrar su inocencia? —Lo miró con escepticismo.
—Negarlo todo siempre es la mejor opción. Si no se puede negar todo, entonces te aconsejo que le quites importancia a la situación. —De pronto, su mirada se clavó en el perfil de Anahí y torció el gesto—. ¡Oye! ¿Qué te pasa en las mejillas?
—No es nada —Anahí giró la cara para ocultarla de su vista—. No me extraña que tengas clientes tan variopintos si el primer consejo que les das es que nieguen los cargos.
—Solo su implicación en ellos, que es diferente.
—Yo tengo otra estrategia, Alfonso—declaró, poniéndose en pie para rodear la mesa de su padre—. Por la forma de defender tus juicios, imagino que más de una vez te verás en problemas.
—Siempre gano mis casos.
A ella no le sorprendió, como tampoco que no negara que se había visto en problemas en más de una ocasión.
En ese instante se abrió la puerta, dando paso al jefe de la policía. Por su forma de avanzar hacia la mesa e indicarle a su hija que se sentara frente a él, sin apenas saludarla, Poncho corroboró sus sospechas de que la cita en el despacho del director era para los dos.
—No sabía que ustedes dos se conocían tanto —fue lo primero que dijo al tomar asiento. Ignoró la mano que le tendía el abogado y la mirada reprobatoria de su hija—. Se preguntarán por qué motivo los he citado a los dos juntos. ¿O no?
Anahí se volvió hacia Poncho, que alzó las cejas como diciendo: «negarlo todo y quitar importancia a la situación».
—Y no nos conocemos —aseguró ella, enfrentándose a la mirada impaciente de su padre. ¡Oh, aquella negación resultaba absurda! ¡Al diablo, Alfonso Barrymore y sus estúpidas estrategias!—. Quiero decir que apenas nos conocemos desde hace unas semanas. —Ignoró el movimiento negativo de la cabeza del abogado, diciéndole: «no estás ayudando, Anahí » y continuó, consciente de lo ridícula que sonaba su justificación—. Nos conocemos desde un día antes de tu cumpleaños.
El comisionado la fulminó con la mirada.
—¿Y podrían decirme por qué tengo en mi mesa un informe difícil de creer sobre ustedes dos? No solo están interfiriendo en un caso de homicidio, sino que también se dedican a investigar por su cuenta, interrogando al forense, ocultando información y visitando a los testigos y sospechosos, así como obstruyendo la labor de los detectives que trabajan en él.
—¿Qué podemos hacer por usted, comisionado? —intervino Poncho, dispuesto a mantener su táctica de negar lo evidente.
Ella cerró los ojos y se hundió en su silla.
—Podrían ser sinceros y decirme qué hay de cierto en este informe.
Antes de que ella dijera nada, él se adelantó.
—La verdad es que todo es un cúmulo de casualidades. Yo fui a ver a mi cliente a la morgue y me encontré allí por casualidad con su hija, a la que tuve el placer de poder saludar en su fiesta de cumpleaños y que todavía no sabía que le habían quitado el caso. Después visité a mi cliente y a su esposa en su domicilio para cerciorarme de que se encontraban bien, y como la detective de robos... —Esbozó su sonrisa de picapleitos más deslumbrante mientras seguía contando medias verdades, pero el jefe de policía ni siquiera se inmutó.
Ella jamás hubiera imaginado que alguien pudiera ser inmune a la sonrisa del Barrymore encantador.
—Déjeme adivinarlo: la detective de robos pasaba por allí, ¿no es cierto? —El jefe de policía se inclinó sobre la mesa. Sus ojos tremendamente brillantes y dorados, iguales a los de su hija cuando echaban chispas.
—Bueno, eso fue en el cementerio. Allí sí que coincidimos, la verdad es que nos hemos hecho buenos amigos; a decir verdad, íntimos amigos.
—Déjalo, Barrymore —lo interrumpió la voz cortante de ella. Las mentiras resultaban tan descaradas que ni ella podía fingir que las creía—. ¿Por qué nos has citado en tu despacho, papá? ¿Qué quieres? —inquirió sin tapujos, manteniéndole la mirada.
Pero el comisionado la ignoró y continuó interrogando al abogado con el ceño fruncido.
—Así que su historia es que mi hija y usted se han hecho íntimos amigos y que la apariencia de que están investigando por su cuenta es pura casualidad.
Alfonso afirmó.
En ese momento sonó el teléfono interior y el hombre se retiró hacia atrás para contestar lo que parecía una llamada urgente.
Ella aprovechó para acercarse a él y procuró hablar en voz baja.
—¿Qué pretendes, Barrymore, que me sancionen?
—Salvarte el cuello, pero no me lo agradezcas —repuso con sorna.
—Haz el favor de no ayudarme, ¿vale? Me sobro y me basto para solucionar mis problemas. Por favor, no me involucres en los tuyos.
Él la miró con fijeza y le retiró un mechón de la cara. Al ver que ella se apartaba, la sujetó con fuerza por la barbilla.
—Anahí , tienes la cara hinchada. —Esta vez su voz no sonó divertida.
—Ese también es mi problema. —Apretó los dientes al decirlo.
—Bien —la voz grave del jefe de policía los obligó a erguirse en sus sillas y dejar de cuchichear—, acabo de recibir una llamada del alcalde. —Miró directamente a su hija y dejó atrás las formalidades—. Dice que sales muy guapa en televisión, y también que le ha sorprendido la desfachatez con la que hiciste ciertas declaraciones a los medios de comunicación, cuando eso es competencia del capitán de la 33.
—Eso fue cuando el caso todavía era nuestro. De Ray y mío —se defendió.
—Sí, pero resulta que no habrá ningún comunicado oficial hasta que estemos sobre una pista segura, por eso no hacen más que emitir en los noticiarios tu desafortunada aparición estelar del otro día en la puerta de la comisaría, hablando de las numerosas víctimas del sujeto. Lo que no ha hecho más que crear confusión y pánico entre la población femenina. Ahora, media ciudad cree que estamos ante el caso de un psicópata fetichista, y las centralitas de las comisarías no paran de recibir llamadas de chalados que dicen haber visto al Asesino de la Chistera, como tú lo llamaste
—Con el debido respeto, señor... —medió Poncho para echarle un cable.
—No he terminado, Barrymore. —El comisionado tomó aire y se inclinó de nuevo sobre la silla de su hija. Afortunadamente, la mesa se interponía entre los dos—. Brian me ha prometido que en una semana tendremos a ese hombre entre rejas, no lo estropees más, Anahí .
Ella tuvo la impresión de que iba a añadir «como todo».
—¡Brian y sus promesas! —Negó con la cabeza a falta de poder mostrar su disconformidad de otra forma—. ¿Sabes, papá? A mí también me hizo muchas que jamás cumplió.
—¿Pretendes decirme que todo cuanto dice este informe es falso? ¿Acaso no estamos teniendo Brian y yo una paciencia infinita mientras tú te empeñas en boicotear su vida privada y la profesional?
—No es eso...
—¿Entonces qué? —Golpeó la mesa con el puño cerrado y se levantó. Ella resopló y volvió a hundirse en la silla—. Si hay algo que detesto más que una mentira, Anahí , son las medias verdades.
Mientras su padre daba pequeños paseos por el despacho, Poncho no le quitaba la vista de encima. Su mirada compasiva la ponía enferma. De repente, sintió un chisporroteo de indignación. Se puso en pie, sacó los brazos de la cartuchera, quitó el cargador a su arma y la dejó en la mesa junto a su placa, que soltó del enganche del cinturón.
—Está bien, señor. Si esto es lo que quiere, no voy a interferir en sus decisiones ni en las del capitán Kinney.
Por primera vez desde que lo conocía, creyó ver sorpresa en la cara del abogado.
—¿Qué significa esta pantomima, Anahí ?
—Es lo que se espera de usted, señor comisionado. ¿Acaso no es lo que procede? ¡Suspenderme durante tiempo indefinido! ¿O prefiere que abofetee a un superior, digamos al capitán Kinney, para tener un motivo más contundente?
—Recoge tu placa y tu arma. Yo decido cuándo suspendo a alguien, detective Logan, no tientes a la suerte. Y ahora, largaos de aquí. ¡Ya! Y que no vuelva a saber de vosotros dos juntos. ¿Entendido?
Anahí obedeció; se colgó la placa en el cinturón, cargó el arma asegurándose de ponerle el seguro y la metió en la cartuchera. En silencio —esta vez, ambos supieron que lo mejor era no echar más leña al fuego—, abandonaron el despacho del comisionado, recogieron sus abrigos y salieron a toda prisa de la comisaría central.
Una vez en la calle, los recibió un tímido sol de finales de febrero. Parecía que el temporal había desaparecido por completo, aunque el viento helado les hizo buscar cobijo en el portal del edificio.
—¿A qué ha venido eso de proponer golpear a un superior?
—A que conozco a mi padre y sé cómo tratarlo. No hay nada mejor que adelantarse a lo que está por venir.
—¿Y esa es tu estrategia?
—Digamos que sí. Y hablando de adelantarse, deberías buscar una buena coartada para la noche del sábado, 12 de febrero.
—Creía que estabas decidida a no permitir que tu padre gobernara tu vida.
Ella lo miró sorprendida, aunque trató de fingir que no había acertado de lleno.
—Y no lo hace. ¿De dónde sacas esa idea?
—Reconócelo, Anahí , en este momento está influyendo sobre la actitud que tienes hacia mí. Has pasado de ser mi colega a tratarme como a un sospechoso. ¿Tiene este cambio algo que ver también con el bueno de Brian? ¿Por eso quieres abofetearlo? ¿Ha sido el capitán de la 33 el que te ha dejado la cara así? —La interrogó como si estuviera en el estrado. La voz pausada, el tono neutro.
—Eres muy imaginativo, abogado. —Comenzó a bajar los escalones de la comisaría para acercarse a su coche y él la siguió, sin borrar un ceño fruncido que indicaba que no la creía. Sí, ella también estaba empezando a conocerlo muy bien—. Mi advertencia sigue en pie, Poncho, los de homicidios tienen una pista. Una huella que encontró el forense en una segunda inspección y de la que están siguiendo el rastro los analistas. Solo trato de ayudarte.
—Yo no necesito tu ayuda, éramos socios, ¿recuerdas?
—Creo que ya no. Ya has visto cómo están las cosas.
—¿Quieres decir que abandonas? ¿Anahí Logan deja que le roben su investigación?
Al ver que ella se paraba junto a su coche, él se apoyó en la puerta para impedirle que escapara.
—Míralo como quieras, ¿vale?
—Cuéntame otro cuento porque ese no me lo creo. Ha sido él, ¿verdad? —Ella suspiró enfadada y trató de apartarlo, pero él no se lo permitió—. Él te ha quitado la idea de seguir con nuestros planes y te ha amenazado con detenerme como sospechoso por una huella que sí, puede que sea mía... mía y de un montón de gente, por supuesto. Por cierto, ¿dónde han encontrado esa huella?
—No tengo información sobre ese dato.
—Ya. Muy conveniente. ¿Te ha hecho él eso? —Señaló su cara—. ¿Por qué no confías en mí? ¿Acaso no te he demostrado que puedes contar conmigo? ¿No somos socios?
—Tengo que irme. —Se acercó a él con la absurda intención de intimidarlo hasta hacerlo retroceder y dejar un resquicio por el que abrir la puerta, pero ni siquiera se inmutó—. Por favor, déjame marchar.
La mirada especulativa de Alfonso se deslizó desde su cabello enredado por el viento hasta su rostro excesivamente maquillado. Ella se preguntó si iría a echarle un sermón en plena puerta de la comisaría central, como si ya no hubiera tenido bastante con el de su padre, y trató de empujarle con un gesto desdeñoso; pero lo único que consiguió al toparse con sus intensos ojos verdes fue quedarse quieta y en silencio, con las manos atrapadas en las suyas y apoyadas sobre su abrigo, a la altura del pecho. Allí estaba otra vez aquella sensación paralizante que la embargaba cada vez que sus pupilas quedaban enganchadas.
Poncho notó que odiaba que la arrinconaran en el mismo instante en el que sus ojos se enfrentaron. Ella tenía la mirada más atractiva y terca que jamás había visto. Su cuerpo reaccionó con un ardiente deseo. Algo vibró entre los dos. Anahí era una mujer que insistía en tener el control de sus actos, pero estos delataban su zozobra. Esa era una cualidad que podía admirar, desde luego, pero estaba seguro de que había algo más que se le escapaba. Deslizó los dedos por sus muñecas para acercarse a ella, eran finas y tan delicadas como el rostro que no podía dejar de contemplar. Rodeó sus codos para abrazarla, a lo que ella no opuso resistencia. Su cuerpo era femenino y fuerte, tal y como a él le gustaba. Y se quedó tan quieto como ella, tratando de asimilar el torrente de sensaciones que le producía tenerla en sus brazos.
—Anahí , ¿sabes cómo me afecta verte así? ¿Tenerte así?
—Sí. Hace que quieras salir corriendo.
—No. Hace que quiera llevarte a mi casa. A mi cama.
Ella tardó un rato en hablar.
—Vale, no tiene importancia.
—¡Pues me importa, maldita sea! —Varios agentes de policía que cruzaban la zona de aparcamiento se volvieron para mirarlos y él bajó la voz—. Me haces sentir culpable por sentir todo lo que siento.
Ella cerró los ojos y él ahuecó su cara con las manos, acariciándole la barbilla con los pulgares.
—Estás congelada —murmuró.
—Sí, debería irme.
Anahí no pudo ignorar la forma en la que sus músculos se ondularon bajo el abrigo al moverse tan cerca de ella, ni lo anchos que eran sus hombros. Su cuerpo reaccionó al respirar su aliento, sus senos subieron y bajaron, los pezones apretados en duros picos contra su amplio tórax.
—Todo irá bien —le susurró al oído—. Pero no permitas que nadie te gobierne, a no ser que lo desees.
Mientras trataba de analizar sus palabras, él buscó su boca y la besó con pasión, volcando un fuego líquido en sus venas que le caldeó todo el cuerpo. Cuando su lengua acarició su paladar, las piernas se le doblaron con minúsculos temblores, como si estuvieran hechas de gelatina; recordándole que sus caricias eran peligrosas, que aquel hombre le gustaba demasiado y que sí, que sus besos eran lo que realmente deseaba.
Se pegó a él y respondió a la caricia con intensidad, hasta que la boca suave de Poncho anuló todos sus pensamientos. Él la sujetó con una mano posesiva por la espalda, en marcado contraste con la delicadeza de su lengua. Y el beso se prolongó más y más. Ni las miradas curiosas de los viandantes ni las incrédulas de los policías que cruzaban en dirección a la comisaría central impidieron que él poseyera su boca, tal y como quería, como él le había pedido que permitiera que la gobernaran.
Poncho se moría de ganas por rodear las curvas que adivinaba bajo aquel chaquetón que la protegía del frío. El instinto le decía que se adaptarían a la perfección a las palmas de sus manos, lo que le llevó a fantasear con pensamientos más eróticos. Imaginó que la sujetaba por las nalgas, que la tumbaba en su cama y que ella gemía de placer hasta volverlo loco.
Por fin, ella se separó para respirar al tiempo que se tambaleaba por la intensidad del beso. Se apoyó en el coche y evitó su mirada mientras buscaba las llaves en el bolsillo con manos temblorosas.
Él se pasó una mano por el pelo, como si, por primera vez, no supiera qué decir.
—Debo irme ya. —Fue la primera en romper el silencio.
—¿Y cómo queda esto?
—De la misma manera que estaba al principio.
—Eso no te lo crees ni tú —espetó de mal humor. Siempre conseguía sacar lo peor de él. Primero lo tentaba y después le daba la patada.
—Tengo cosas que hacer, Barrymore. Por sorprendente que te parezca, soy una detective muy ocupada.
—Más que sorprendente, me parece oportuno.
—¿Insinúas que miento?
—Jamás se me ocurriría pensar eso de ti, Anahí . A ti te va más lo de adelantarte a lo que está por venir. —Estaba furioso y no se molestaba en disimularlo.
—Así es. Busca una coartada para la noche del día 12, es un consejo. —Se metió en el coche y él sujetó la puerta para evitar que la cerrara—. Lo mejor será que no volvamos a vernos, Alfonso—añadió sin querer mirarle a los ojos—. Que cada uno haga su trabajo sin interferir en el otro. Lo de intercambiar información no va a funcionar.
Él se inclinó y metió la cabeza en el coche para replicar
—¿Estás segura? Me parece que acabamos de probar todo lo contrario.
Ella tuvo la impresión de que hablaban de cosas diferentes. Ella de compartir pesquisas y él de... otra clase de intercambios.
—No quiero perjudicarte, y es lo que ocurrirá si sigues a mi lado. —Mantuvo la mirada fija en el volante—. Ya tengo demasiados problemas como para tener que sentirme culpable de los que pueda causarte a ti.
—Deja que sea yo el que decida en qué problemas quiero meterme. ¿Pretendes decirme que eres de esa clase de mujer que no le conviene a un hombre como yo? —Se mostró incrédulo.
De repente, su actitud cambió y la miró con calidez. Retiró un mechón negro de su cara y sintió una punzada de auténtica posesión. Aquella mujer le necesitaba y eso era todo lo que requería un hombre como él para no perderla de vista.
Anahí se percató del modo en el que la miraba y apretó las manos sobre el volante. No solo se sentía atraída por la forma en la que la trataba, era mucho más que eso; estar a su lado le daba la fuerza que apenas le quedaba, le infundía un valor que ya creía agotado, y también le hacía sentirse delicada y femenina. Hacía mucho tiempo que un hombre no le provocaba tantas emociones al mismo tiempo, deseaba poder librarse de esa creciente tentación que el abogado ejercía sobre ella. Aunque hubiera sido mucho más fácil cuando solo pensaba de él que era un pretencioso estúpido y arrogante. Y no ahora que resultaba ser un hombre mucho más complejo de lo que creyó en un principio. Sí, poseía un extraño sentido del humor, un tanto burlesco y exasperante, pero también una sorprendente capacidad de comprensión.
—Escucha, Anahí . —El cambio en el registro de su voz la puso en alerta—. Anoche estuve dando un paseo por el distrito de los teatros y entregué copias del retrato que sustrajiste de casa de los Tilman. Creo que hoy a última hora tendré alguna información sobre las otras dos muchachas de la fotografía.
—Te felicito. Házselo saber a alguno de los hombres de Kinney. —Era una golosina que él ponía en su tejado, estaba tan segura de ello como cuando le hablaba de sus famosos atajos—. ¡Buena suerte, Ponchoander!
Lo pilló desprevenido con su respuesta y aprovechó para cerrar la puerta.
—¡Eh, Barrymore! ¡Señor Barrymore! —Fue lo último que ella escuchó antes de echar marcha atrás para salir del aparcamiento con una gran sensación de fracaso y decepción. De fracaso por tener la certeza de que abandonaba un asesinato que ambos podían haber sacado a la luz. De decepción, por ella misma.
Alfonso se volvió de mala gana hacia el hombre que agitaba los brazos desde las escaleras de la comisaría central y esperó a que se acercara. Iba enfundado en un anorak oscuro, parecía una montaña de músculo de color pálido y cubría su enorme cabeza con un gorro marrón.
—Señor Barrymore, este encuentro es providencial —barbotó al situarse frente a él en dos zancadas
—¿Qué hay, Nikolay? —A pesar de su altura, tuvo que alzar la cabeza para hablarle.
—Boris necesita su ayuda. —Agitó dos enormes manazas enguantadas ante él—. Lleva detenido desde anoche y esta vez tiene serios problemas.
—Te recuerdo que tu hermano todavía me debe cinco mil desde que impedí que volviera al trullo. —Lo último que le apetecía en aquel instante era hablar de las dificultades de Boris Kozlov.
—Joder, se le habrá olvidado. Yo me encargaré personalmente de que se los pague en cuanto esté en la calle, no se preocupe.
—No, si no me preocupo.
Hizo ademán de caminar hacia su coche y la mole de músculo se interpuso en su camino.
—¿Es que no va a hacer nada? Le recuerdo que usted es su abogado —su voz sonó un tanto amenazante.
—No sé qué podría hacer: él está dentro, me debe dinero y yo estoy fuera. —Se encogió de hombros.
—Tío...
—Para ti, señor Barrymore.
Al ver que se alejaba, el hombre echó a andar a su lado.
—De acuerdo..., de acuerdo. Le llevaré a su despacho los cinco mil, señor Barrymore —bramó, furioso.
—Bien, entonces prepararé una factura. Pásate el lunes si te parece bien, estos días ando bastante ocupado.
—¿Y qué hay de mi hermano? Lleva desde anoche encerrado y en cualquier momento lo llevarán a declarar ante el juez. Además, ya sabe el frío que hace en los calabozos.
—¿De qué se le acusa? —Miró el reloj para calcular el tiempo del que disponía.
—¡Nah! Lo trincaron ajustando cuentas con un maromo que quería echar a nuestras chicas de la Cincuenta y nueve.
—¿En serio? Todo el mundo sabe que la Cincuenta y nueve es vuestra calle.
—¡Pues eso es lo que digo yo! Intentas trabajar dignamente y vienen otros a robarte el pan. Ahora lo acusan de obtener beneficios con la prostitución y de haber enviado a ese cabrón al hospital.
—¿El individuo tiene lesiones graves?—Está bastante jodido, ya sabe el puño que tiene Boris.
Poncho silbó mientras negaba con la cabeza.
—¿Y cómo quieres que le saque de eso?
—Inocente y sin cargos, como siempre.
—Está bien —decidió por fin—, veré qué puedo hacer. Tráeme esta tarde quince mil y prepararé un recibo.
—¿Quince mil? ¿Se ha vuelto loco?
—¿Qué quieres? Tengo que pensar en mis hijos.
—Pero si usted no tiene hijos.
Él se encogió de hombros al tiempo que abría la puerta de su coche.
—Ya, pero soy joven, Nikolay, todavía estoy a tiempo.
—Vale, vale... esta tarde le llevaré quince mil —accedió el ruso, dando media vuelta para marcharse.
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Sublime Temptation (AyA Adaptación)
FanfictionAnahí Logan es una detective del Departamento de Policía de Nueva York. El amor la ha tratado muy mal últimamente, y hace meses que solo vive para su profesión. Alfonso Barrymore, afamado abogado penalista, pertenece a una de las familias más prest...