Año 2014
Comisaría 1.Barrio de Tribeca. ManhattanLa detective de robos Anahí Logan terminó de leer la denuncia que había sido redactada por un compañero durante la madrugada y miró a la mujer que se retorcía las manos con gesto compungido. Era la novena víctima de un atraco de aquellas características que se presentaba con el terror pintado en forma de moratón en la cara, así como el bolso aligerado de peso. Nada más llegar a la comisaría, telefoneó a la mujer y le pidió que se pasara para hacerle algunas preguntas, pero al ver el estado de nervios en el que se encontraba, le ofreció un pañuelo de papel. Mientras esperaba a que se recompusiera, el crujido de la puerta le hizo volverse para ver de quién se trataba. Dos policías uniformados clasificaban algunas fichas antes de colocarlas en el cajetín de circulares internas y saludaron a su compañero, que acababa de entrar.
La mayoría de las mesas estaban vacías. A aquellas horas las instalaciones permanecían silenciosas mientras los agentes y detectives recibían las instrucciones de la mañana por parte del capitán, en una sala a la izquierda.
Anahí echó un vistazo al otro lado del corredor, donde la luz parpadeante de la sala de interrogatorios indicaba que estaba ocupada. Comprobó que la mujer se había tranquilizado después de unos minutos de tregua a su maltrecha dignidad, y se dispuso a indagar sobre la declaración que tenía impresa en las manos; estaba deseosa de encontrar algún detalle que hasta entonces hubiera pasado desapercibido tanto para el policía que la atendió como para la llorosa víctima. Su compañero, el detective Lipton, dejó la cazadora en el perchero de la entrada, cruzó unas palabras con los dos agentes del mostrador y se acercó hasta la mesa contigua a la suya.
—¿Otra vez el «ladrón de la chistera»? —le preguntó sin mirarla, mientras guardaba la cartuchera en el primer cajón del escritorio y daba una vuelta a la llave.
Raymond Lipton mostraba unas enormes ojeras y tenía el pelo revuelto por el viento. Siempre le había parecido un hombre que imponía por su aspecto bravucón, pero hoy, especialmente, parecía un demonio enorme con los pelos de punta y los ojos inyectados en sangre. Al menos, eso debía de pensar la compungida víctima del atraco, que lo miraba sin parpadear.
—Así es, Ray. Me disponía a empezar, pero si quieres hacer los honores... —Anahí le pasó la denuncia y él se sentó en una esquina de la mesa, cerca de la mujer que se sonaba la nariz sin cesar.
—Mejor sigue tú. Tengo una jaqueca horrible y no he pegado ojo en toda la noche.
El rictus de su boca corroboraba las quejumbrosas palabras.
—¿Otra vez Lucy? —se interesó ella en tono comprensivo.
—Sí, esta niña no duerme nunca. Si no es a causa de un cólico, es por un diente, o porque le da hipo... ¡En fin! —Trató de despejarse, frotándose la cara con las dos manos—. ¿Y bien, señora? ¿Puede relatarnos otra vez cómo la atracaron?
—Ya se lo conté anoche a un agente —replicó la mujer, al parecer más pendiente de lo que le ocurría a su bebé que en la denuncia en sí—. Ese hombre me arrastró en la oscuridad y me amenazó con un cuchillo hasta que le entregué todo el dinero que llevaba en el bolso. Después me golpeó. Dos veces —señaló la cara inflamada—. Y me obligó a quitarme los zapatos y entregárselos.
—¿La golpeó antes o después de quitarle el dinero? —especificó Lipton sin dejar de frotarse la frente.
—Después. Se me cayó el bolso al suelo y, al levantarme, él me abofeteó para que no le viera la cara.
—¿Consiguió hacerlo? ¿Pudo verle el rostro? —interrogó Anahí , mientras escribía.
—No. Estaba muy oscuro y llevaba un sombrero de esos de mago, así que entre darle el dinero y pensar que todavía quedaba lo peor...
—¿Lo peor? —Anahí alzó la cabeza de sus notas al tiempo que se apartaba un mechón rojizo de los ojos.
—Todo el mundo sabe por la prensa que ese hombre, además de robar a mujeres indefensas, les obliga a quitarse los zapatos y entregárselos.
—¿Eran muy valiosos? —intervino Lipton.
—Ochocientos dólares. No hacía ni tres días que mi marido me los había regalado por nuestro aniversario. Me dijo que le gustaba ver mis piernas cuando los llevaba puestos.
—Eso se lo dijo el ladrón —afirmó Lipton.
—Eso me lo dijo mi marido cuando me los entregó. Son idénticos a los que llevaba Julia Roberts en la película Pretty Woman, cuando Richard Gere...
—¡Buen regalo! —la interrumpió él, imaginando qué diría su mujer si le comprara un calzado valorado en ochocientos dólares mientras se negaba a gastar doscientos en unas cortinas de lazos rosas para el dormitorio de Lucy—. No tendrá una foto de los zapatos, ¿verdad, señora?
—¿Acaso cree, detective, que mi marido y yo somos tan depravados como el «ladrón de la chistera»?
—No, señora, nada más lejos de mi pensamiento que comparar a su marido con ese vicioso —procuró resultar convincente—. ¿Podría hacer una descripción?
—Por supuesto: negros, de charol, con un tacón precioso de doce centímetros y abotonados al tobillo con un broche plateado.
Anahí carraspeó para disimular la risa.
—Me refiero al atracador —le aclaró Lipton—. ¿Puede describir al hombre que la atracó?
—Alto, aunque un poco menos que usted —observó, inclinando la cabeza para mirarle de arriba abajo. Él pensó que lo hacía como si calibrara a qué altura quedaría a su lado si llevara puestos los tacones de doce centímetros y se levantó incómodo.
—¿Moreno? ¿Rubio? ¿Joven? ¿Algún dato que pueda identificarlo?
—Normal, ni joven ni viejo… Ya les he dicho que estaba oscuro y llevaba un sombrero de copa como los que usan los magos. ¿Pueden creer que lamió los zapatos? Después, se despidió alzando la chistera y se marchó entre las sombras.
Anahí la acompañó a la salida mientras le aseguraba que en cuanto tuvieran noticias de alguna detención se pondrían en contacto con ella; aunque no creía probable que volviera a recuperar sus zapatos. Esperó a que se marchara y se reunió con Lipton en la máquina de bebidas.
—¿Qué piensas, Anahí ?
Él le ofreció un café humeante y echó unas monedas en la ranura para seleccionar otro, bien cargado.
—Tú eres el experto; yo acabo de llegar, como quien dice. —Sopló su bebida antes de dar un trago.
—Sí, pero este caso insólito vino al mismo tiempo que tu traslado.
—¿Me estás echando la culpa de que seamos el hazmerreír del departamento? Ya escuché por ahí algunos comentarios jocosos sobre la coincidencia de mi llegada y el hecho de que me asignaran el caso, apartando a tu compañero de tantos años. Yo no tengo la culpa de que el capitán de la comisaría 33…
—¡Hey, Logan! Te lo estás tomando por la tremenda. Llevo trabajando a tu lado cuatro semanas, ¿ok? —Le indicó que se sentara tras su mesa y él volvió a acomodarse en un extremo—. Deja de repetir que le has quitado el puesto a nadie. Thomas Sanders se ha jubilado, ahora mi compañera eres tú y no importa si los demás tienen otro punto de vista.
—Uno muy distorsionado —concluyó ella, apurando el café.
—¡Vale! Sigamos con el trabajo antes de que ese atracador de gustos refinados vuelva a la carga.
—En eso estoy de acuerdo. —Lo vio echar un vistazo a las notas que ya sabían de memoria y lo imitó, dispuesta a buscar alguna pista que les ayudara a esclarecer algo sobre el Ladrón de la Chistera, como lo había bautizado la prensa. Después de un rato, cerró la carpeta—. El atracador está cogiendo confianza, Ray. Esta vez ha golpeado a su víctima, cosa que no hizo con las ocho anteriores.
—Puede que las demás no intentaran verle el rostro. Desde que los periódicos no dejan de publicar noticias sobre este caso, esas mujeres ya saben lo que les espera en cada minuto del atraco. ¿Has oído cuando ha dicho que al darle el dinero todavía quedaba lo peor?
—Sí, se refería a entregarle los zapatos —aseveró ella, abriendo de nuevo el expediente.
—Exactamente. Los medios de comunicación están haciendo un circo de este asunto. Cometen un craso error si creen que nos están favoreciendo a nosotros, que tenemos que hacer malabarismos para encontrar alguna prueba que no hayan contaminado con sus chismes.
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Sublime Temptation (AyA Adaptación)
FanfictionAnahí Logan es una detective del Departamento de Policía de Nueva York. El amor la ha tratado muy mal últimamente, y hace meses que solo vive para su profesión. Alfonso Barrymore, afamado abogado penalista, pertenece a una de las familias más prest...