Liam Luna, un joven heredero del legado de los Guardianes, se enfrenta a un desafío inesperado cuando su madre desaparece en el enigmático mundo de Eiralis. Con la ayuda de su amiga Cheryl, Liam se embarca en la búsqueda de la legendaria Brújula del...
La mañana invitaba a la aventura. Una aventura de magia y sangre. Una que dos mundos recordarían, incluso cientos de años después de caer la gran torre de la isla flotante de Imperia.
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En la última casa del vecindario Mirador del Valle, Liam se alistaba para el viaje que había sido planeado desde su nacimiento. Se ató los cordones de sus botas, se echó su viejo abrigo de cuero al hombro y antes de salir, recorrió su habitación con la mirada: su cama desarreglada, su consola de videojuegos y su bicicleta apoyada en la pared hicieron que sintiera una punzada de nostalgia. Como si abandonara una parte de sí que nunca más recuperaría.
Suspiró y se dio media vuelta con resignación. La madera de los peldaños crujió mientras bajaba las escaleras hacia la sala. Allí, Cheryl, su mejor amiga, recogía con apuro varias prendas esparcidas y las guardaba en una mochila de viaje. Su padre, Leo, la miraba sentado sobre el apoyabrazos de un gran sillón de diseño anticuado.
—¿Se puede saber qué rayos le pasó a mi equipaje? —preguntó Liam, con la frase «esto no puede ser posible» estampada en la cara.
—Quería meter ropa suya en tu mochila y, ¡puff!, estalló —respondió Leo con una risa burlona.
—¡Leo! —gritó la chica frustrada—. ¿Qué tal si me ayudas?
—Tu desastre, tu problema —dijo el hombre y soltó una carcajada.
—¿Por qué llamas a tu papá Leo? —preguntó Liam, con el ceño fruncido.
—¿De verdad quieres que la gente de Eirialis sepa que este ser es mi papá? —respondió Cheryl, sarcástica, mientras recogía una camiseta.
Leo era un hombre alto, fornido y de barba recortada, de no muy buenos modales y despreocupado hasta que las cosas debían tomarse en serio. Si no hubiera sido por él, los chicos habrían crecido sin saber de la existencia de ese otro mundo, de los guardianes y de la magia.
El hombre miró a su hija irritada, se levantó y alzó la mano en dirección a la ropa.
—¡Plicoriamáxima! —exclamó con voz solemne.
En seguida, la camiseta se zafó de las manos de Cheryl como si cobrara vida y se elevó, junto con el resto de la ropa. Cada prenda comenzó a doblarse en el aire a toda velocidad hasta que quedaron solo pequeños cubos de tela que se juntaron y se abalanzaron con fuerza dentro de la mochila. Leo observó con satisfacción cómo la sorpresa superaba el mal humor de su hija. Podía contar con los dedos de una mano las veces que ella lo había visto usar magia.
En su mundo, el uso de poderes estaba prohibido, pero él poseía un permiso especial, otorgado por el propio Rey Cuervo a los guardianes de alto rango. Aún así, si la situación no lo ameritaba, prefería limitarse a hechizos "discretos" a puertas cerradas, aunque muchas veces su idea de discreción estuviera muy alejada del verdadero significado de esa palabra.