Noviembre de 2023. El mes en que mi mundo finalmente se desplomó. Había estado tambaleándome al borde del abismo durante tanto tiempo que, cuando finalmente di el salto, apenas sentí el impacto al caer. Mi vida había sido una serie de escalones desmoronándose, un laberinto de sombras que finalmente convergió en un solo momento: el colapso.
Recuerdo esa noche con una claridad inquietante. Las sombras se alargaban en las esquinas de la habitación, los pensamientos oscuros zumbaban en mi cabeza como un enjambre de abejas enloquecidas, y todo lo que quería era que el dolor terminara. Llevaba meses soportando una carga emocional que me aplastaba, y no tenía fuerzas para seguir adelante. Así que hice lo único que me pareció lógico en ese momento: tomé 20 pastillas para dormir. No quería seguir viviendo, no quería seguir sintiendo ese vacío y esa desesperación que me devoraban por dentro. Quería morirme. Y, en ese instante, estaba convencida de que era la única salida.
No hablé con ningún profesional. No llamé a nadie en busca de ayuda. La idea de sobrevivir era demasiado dolorosa. Mi mente estaba tan saturada de pensamientos oscuros que la muerte parecía la única forma de escapar. Había llegado a un punto en el que cada respiración era un esfuerzo, cada pensamiento era una tortura, y cada momento de vigilia era una batalla que no podía ganar. No podía aguantar más.
Meses antes, había estado en Estados Unidos, trabajando como Camp Counselor. Era una experiencia que debería haber sido emocionante y enriquecedora, pero en lugar de eso, se convirtió en una pesadilla. Mi salud comenzó a deteriorarse. Estuve yendo al médico con frecuencia, y después de varios estudios, me diagnosticaron con convulsiones del lóbulo frontal. Era una noticia devastadora, pero en mi estado mental, no podía procesar la gravedad de la situación. También me dijeron que tenía algo mal en el corazón, pero no presté atención a lo que la doctora me decía. Estaba demasiado agotada emocionalmente, demasiado adormecida por la constante ansiedad y la tristeza como para preocuparme por mi propia salud.
Mi cuerpo estaba fallando, pero mi mente era la que realmente estaba en peligro. Recuerdo estar encerrada en una habitación, incapaz de salir. Nadie me visitaba. Nadie me llamaba. Me sentía completamente sola, como si el mundo entero me hubiera olvidado. La soledad era una prisión, y yo era su prisionera más fiel. Mi ansiedad se disparaba cada vez que pensaba en tener que interactuar con otras personas. La idea de tener que comer delante de alguien me aterrorizaba, así que simplemente no comía. Prefería pasar hambre antes que enfrentar el juicio silencioso que imaginaba en los ojos de los demás. Mi estómago rugía de hambre, pero el miedo al rechazo era más fuerte que cualquier necesidad física.
Fue en esos días de encierro y desesperación cuando llamé a mi expareja. No sé por qué lo hice. Tal vez porque, en el fondo, esperaba que él pudiera entender lo que estaba pasando. O tal vez porque era la única persona en la que aún podía confiar. Lloré por teléfono, pero mis palabras eran apenas un susurro. No había nada que él pudiera decir o hacer para aliviar el peso que sentía en el pecho. Me escuchó, pero yo sabía que no podía entender del todo. Nadie podía. Nadie podía comprender cómo era estar atrapada en mi propia mente, cómo era estar prisionera de mis propios pensamientos.
Recuerdo que le conté lo mal que me sentía, lo desesperada que estaba por encontrar una salida, por escapar del dolor que me consumía. Pero mis palabras parecían flotar en el aire, sin encontrar un lugar donde asentarse. Sentí que, incluso en ese momento de vulnerabilidad, estaba completamente sola. No había nadie que pudiera salvarme de mí misma.
Los días que siguieron fueron un borrón de tristeza y desesperanza. El aislamiento en esa habitación se convirtió en un reflejo de mi estado mental. Cada vez que cerraba los ojos, veía las sombras alargándose, amenazando con envolverme por completo. La oscuridad interior coincidía con la oscuridad que me rodeaba, y la esperanza de encontrar alguna luz se desvanecía con cada día que pasaba.
Intenté continuar con mi vida de alguna manera, pero era como intentar construir un castillo en la arena durante una tormenta. Todo se derrumbaba a mi alrededor, y no tenía las herramientas necesarias para reconstruirlo. Mi salud seguía empeorando, tanto física como mentalmente. Las convulsiones del lóbulo frontal eran solo una parte del problema; el verdadero enemigo era mi mente, que me atacaba sin descanso, sin piedad.
Las palabras de los médicos resonaban en mi cabeza, pero las ignoraba. Tenía tanto miedo de enfrentar la realidad que prefería enterrarla bajo una montaña de negación. ¿Qué importaba si algo estaba mal con mi corazón? Mi corazón ya estaba roto en mil pedazos, y no había nada que un médico pudiera hacer para arreglarlo. Lo que necesitaba era paz, y la única manera en la que pensaba que podía obtenerla era terminando con todo.
Sin embargo, a pesar de todo el dolor, algo dentro de mí aún luchaba. Era una pequeña chispa, un diminuto fragmento de esperanza que no se extinguió del todo. Tal vez era la memoria de mejores tiempos, o tal vez era el deseo de ver si la vida podría cambiar alguna vez. No lo sé. Pero, de alguna manera, decidí no tomar más pastillas. Decidí continuar, aunque fuera arrastrándome a través de los días, un paso a la vez.
Pero esa decisión no fue una cura, ni una solución. El dolor seguía ahí, latente, esperando el momento adecuado para volver a asomarse. Las noches seguían siendo largas y llenas de pesadillas, y los días eran un campo de batalla donde luchaba contra los demonios internos que intentaban derrotarme. Había tomado una decisión, pero no estaba segura de si era la correcta. Vivir se sentía como una tortura, pero morir no me ofrecía una alternativa mejor.
Finalmente, después de lo que parecieron siglos, la tormenta interior comenzó a calmarse, al menos un poco. No porque el dolor hubiera desaparecido, sino porque había aprendido a convivir con él, a soportarlo. La herida seguía abierta, pero había dejado de sangrar tan profusamente. La depresión y la ansiedad seguían ahí, como sombras al acecho, pero ya no tenían el mismo control sobre mí.
Mirando hacia atrás, no estoy segura de cómo sobreviví a ese noviembre.
ESTÁS LEYENDO
Echoes from the Abyss: My Life in Focus
Non-FictionDesde el momento en que nací, mi vida estuvo marcada por el dolor. Mi padre, que nunca quiso que yo existiera, intentó deshacerse de mí antes de que naciera. A los tres meses, mi madre, incapaz de cuidarme, me entregó a mi abuela, donde el amor y la...