Prólogo 1

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Al ver al otro lado del horizonte, a Roldan le volvió la misma idea de cada Sueño: me quiero morir.

Aunque había vivido muchos inviernos y sufrido de primera mano la crueldad del frío y la oscuridad, desde hacía semanas un estremecimiento le recorría la espalda como si por momentos su cuerpo se diera por vencido. El mismo precursor de la fatalidad que sintió antes de la muerte del anterior Emperador, una señal inequívoca de que el Faro se apagaba.

Luego de marcar con una piedra la frontera de la noche, Roldán miró por última vez el Gran Faro de Solaria. Incluso en aquel páramo abandonado se podía ver un punto de luz rojiza a la distancia. En su apogeo brindaba luz y cobijo al mundo, pero ahora era poco más que una vela a punto de extinguirse. Al menos hasta que la Princesa Astrea herede el Fuego de la Dinastía del Sol y tome el lugar de su padre como la nueva forjadora de los amaneceres.

Hasta ese momento, el estremecimiento en la espina de Roldán se haría más fuerte.

—¿A quién se le ocurriría venir a esta tierra olvidada por el Emperador? —pensó en voz alta, recordando a esa Guardallamas y a su caballero. Vinieron hace algunas semanas, se quedaron una noche y se fueron, dejando a su paso unas viejas monedas de plata en agradecimiento por su estadía—. Si tan sólo hubiera dónde gastarlas.

Volvió al fuerte, trotando al ritmo que le permitía la edad.

En un caldero hervía una sopa de papa y lagartija despellejada. Apenas podía considerarse algo más que agua caliente con miscelaneos, pero estaba caliente y eso era más que suficiente. Superó la tentación de beber del cucharón para servir la sopa en dos cuencos, que colocó en una vieja mesa de madera.

Hace muchos años, cuando Roldán recién llegó al fuerte, en él vivían otros quince criminales, asesinos o ladrones, que prefirieron el exilio por sobre la muerte. Según las órdenes de su antiguo capitán, los pordioseros que tenía a su cargo eran la última línea de defensa contra los horrores que habitaban en los reinos de la Noche Perpetua. Pero nada nunca cruzó esa frontera siniestra: ni bestias de pesadilla ni fugados de los hospicios ni herejes que rechazaban la luz del Emperador.

Y aunque los otros soldados desertaban y morían, no llegaron refuerzos, ni se solicitaron. Hasta que al final sólo quedaron Roldán, un viejo que sólo esperaba el momento adecuado para morir, y el muchacho, quien por alguna razón se quedó. Tal vez porque no quería dejar morir solo al viejo, o tal vez por qué él tampoco tenía un lugar al cual regresar.

Así que se convirtieron en los últimos guardianes de esas tierras muertas y olvidadas, siguiendo por mera inercia unas órdenes que Roldán hacía tiempo había olvidado, como también olvidó el nombre de aquel viejo capitán.

Con todo el pesar que podía cargar en sus huesos helados, se apartó de la hoguera y fue buscar a su compañero. Aparte de la recamara que compartían, el resto del fuerte estaba clausurado, tapiadas las ventanas y atrancadas las puertas. Así se conserva mejor el calor, dijo el joven cuando terminó de clavar la última tabla con una maestría inesperada.

—Trabajé de carpintero en Solaria —comentó el muchacho en aquella ocasión—. No es por presumir, pero en mi taller se fabricaban las mejores barricas en todo el Imperio.

Y por un instante los ojos de ambos se perdieron en los mares apacibles de la nostalgia.

—Muero por un buen vino —dijo por fin Roldán, regresando a la miseria del presente.

Las siguientes semanas el muchacho estuvo rondando la mohosa biblioteca, sólo para luego escarbar en la armería buscando las pocas herramientas que no habían sido inutilizadas por el tiempo, la humedad o el óxido. Luego de varias semanas de trabajo febril pero reservado, el muchacho guió a Roldán al sótano, donde había dispuestos dos barriles improvisados, hechos con las tablas que no se habían podrido o usado como leña.

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