Oscar despertó por culpa del dolor de las heridas. Se encontró solo en la caverna, a pocos metros de la criatura muerta. Luego de un reposo febril, se sentía con suficientes fuerzas para intentar levantarse. Fue uno de los esfuerzos más titánicos a los que se había enfrentado desde que comenzó su entrenamiento.
Creía haber superado el mayor tormento posible tras desentrañar el mensaje escondido al otro lado del firmamento. Pero era ahora, a la orilla de la playa que tanto luchó por conquistar, que sus fuerzas lo abandonaron. No, su voluntad debía prevalecer.
Oscar arrastró los pies hacia la salida de la caverna. En la medida que su cuerpo se movía y abandonaba el agobio de la peste de la criatura, su mente se fue despejando.
Debía encontrar a Mecina antes de que fuera demasiado tarde.
Conoció al que sería su mayordomo en su primera expedición a los asilos dispersos en las tierras de la Noche Perpetua. Al comienzo de la dinastía del Sol se habilitaron cárceles y fortalezas para encerrar a los estigmatizados y enfermos por la adicción al Fuego, con la vana esperanza de que la academia de piromanticos encontraría un remedio a sus dolencias. Por su arrogancia, la Academia fue devorada por sus propias llamas y en la medida que se inmolaban las voluntades de la dinastía, los asilos se iban olvidando, dejados a su suerte para unirse a las legiones de los condenados.
Pero incluso los más desgraciados tienen quienes velen por ellos: la Llama Negra organizaba expediciones para rescatar a los asilados y mostrarles la mentira del Fuego.
Y como heredero de su congregación, Oscar encabezó la expedición en la región septentrional de Tarzos. En otro tiempo, según decían las crónicas, fue famosa por el comercio de tintes y la generosa pesca que daba el océano. En su lugar su expedición encontró casas abandonadas, mares carentes de marea, un aire impregnado de la peste de generaciones de mariscos muertos y un edificio de piedra negra coronando un acantilado.
Los portones de la fortaleza estaban arrancados de su marco, signo de un asedio pasado, o de la desesperación de los centinelas antes de abandonar sus puestos. Oscar ordenó que un grupo encendiera hogueras para inmolar los cadáveres, mientras que él y el resto se adentraba a buscar supervivientes.
Tuvo que cubrirse la nariz con un trapo para no emponzoñar sus pulmones, y aún así el miasma que supuraba cada piedra, hierro, cuerda y osamenta era suficiente para revolver el estómago de hasta la más ruin ave de rapiña. Iluminó con una antorcha su camino apenas lo suficiente para dejar el horror de los jirones de cuerpos putrefactos en sus celdas como meras elucubraciones. En la medida que las fronteras dibujadas por la luz del Faro se constreñían; asilos, pueblos, fortalezas y hogares eran abandonados, y quienes no podían andar por su propio pie era dejado atrás, no tanto como un acto de deslealtad o repudio, sino como la última alternativa que quedaba ahora que el mundo era consumido por una sombra eterna. Manos resecas y cuerpos estirados más allá de lo posible en un fútil esfuerzo de escarbar de sus celdas.
Recorrieron el pabellón de estigmatizados, y como era de esperarse, sólo encontraron muerte y abandono. Estaban por abrir las celdas de los adictos al Fuego (asesinos delirantes, movidos por su hambre fratricida) cuando un lamento cortó el aire por la mitad. Sacaron sus espadas y formaron un círculo; mientras que él, Oscar, se adentró en una de las jaulas llenas de cadáveres pese a las advertencias de sus subalternos.
Y allí, en el lugar más improbable, encontró a Mecina: delgado a un punto en el que resultaba imposible creer que siguiera con vida, acurrucado en una esquina del calabozo, gimiendo mientras temblaba por el frío que le hacía castañear los dientes, los ojos perdidos en los más espantosos derroteros de la inconsciencia.
Oscar le extendió la mano, pero Mecina no parecía darse cuenta que estaba allí, o tal vez creyera que era un producto de su imaginación agónica. Tuvieron que sacarlo del asilo envuelto en mantas, puesto que su piel era una costra de estigmas que se resquebrajaba al menor toque. Lo dispusieron en una de las tiendas del campamento y encendieron un brasero a su lado para que se calentara, mientras, el cirujano de la expedición le dio a beber una infusión de agua, miel y jengibre con una esponja. Cuando el líquido le entró en la garganta se despertaron los años de sed y hambre que habían sido reprimidos en su desespero por sobrevivir: bebió de la esponja hasta terminarse las reservas de agua de todo el grupo.
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Herederos del Fuego
Фэнтези¡SE ACTUALIZA TODOS LOS DÍAS! [9/100] Hace 300 años se extinguió el sol y el mundo se sumió en la oscuridad. Entonces Elian I construyó el Faro e inmoló el fuego de su voluntad para restaurar los amaneceres. Por 300 años sus descendientes han seguid...