Un escalofrío le advirtió la llegada del Sueño, así que se obligó a llevar a cabo su fatal cometido. Miró por última vez al Gran Faro, apenas visible en el corazón de lo que quedaba del mundo, como si fuera una despedida o por lo menos una plegaria buscando la absolución. Entonces vio una segunda luz, más pequeña pero más cercana.
El leve resplandor que anunciaba el regreso de la Guardallamas de las tierras de la Noche Perpetua.
Llegó precedida por el reconfortante calor de su linterna. Poco más que un cilindro de hierro y cristal colgado de una argolla negra, un artefacto sin nada especial, pero que adquiría una cualidad de sobrenatural alivio gracias a la llama que se refugiaba en su interior.
Roldán se sintió cobijado, libre de toda pena y congoja, como cuando la luz del Faro acaricia tu piel por primera vez al comienzo de un nuevo día. Hipnosis que se perpetuó al ser envuelto por los ojos de la Guardallamas. Era joven, poco más que una niña, con una forma de mirar que convertía esos brillantes ojos castaños en un refugio contra el miedo y la fatalidad. Llevaba ropas rojas debajo de una capa negra. Y a pocos metros de ella le seguía un hombre alto portando una armadura abollada y sin lustre.
—Llévame con él —dijo la Guardallamas apenas estuvo lo suficiente cerca de Roldán.
Y el viejo obedeció.
Había escuchado historias de hombres que enloquecían de amor por una Guardallamas al sólo pasar a su lado, o de quienes se postraban ante su presencia y que lloraban ante los resquicios tibios de la tierra que ellas habían pisado. Por eso a cada Guardallamas se le asigna un campeón para protegerla durante sus peregrinajes por el Imperio.
Al llegar a los aposentos, encontró al muchacho metiendo la esquelética mano en la hoguera. Roldán corrió hacia él y lo apartó del fuego. Los vendajes se habían quemado y la punta de los dedos hasta la coyuntura de las falanges se habían convertido en brasas pegadas a muñones de carne a medio derretir. Un dolor que enloquecería hasta al más desquiciado de los hombres, pero que el muchacho parecía querer prolongar: intentó liberarse, mirando las llamas con alucinado anhelo; con esa misma misma ardorosa necesidad con la que un famélico devora cualquier pútrido alimento luego de un ayuno prolongado.
Roldán arrastró al muchacho de regresó a su catre. Sólo entonces la Guardallamas se acercó. Iluminó al convaleciente con la linterna, y esto pareció calmarlo. Entonces le quitó los vendajes al muchacho hasta dejar al descubierto la purulenta carne a medio cicatrizar donde la rata se había ensañado.
—Dime, ¿cuál es tu nombre? —preguntó la Guardallamas en un susurró que a Roldán le pareció el más dulce de los arrullos.
Por un breve instante, el muchacho abrió los ojos para admirar la belleza de la dueña de la voz que le hablaba.
—Me llamo Jalan —contestó el muchacho—. Soy el capitan Jalan.
La Guardallamas enjugó el sudor de la frente de Jalan.
—¿Cuánto tiempo llevas protegiendo esta fortaleza?
La respuesta tardó en llegar, como si la respuesta se ocultara en los profundos recovecos de su mente enferma.
—Ochenta años —dijo por fin, como si tal información fuera una revelación más para sí mismo que para la Guardallamas.
—Haz obrado bien, ya es hora que descanses —dijo la Guardallamas. Acunó a Jalan entre sus brazos—. Ese es el premio para quienes nutren el Fuego.
La mujer posó la punta de los dedos en el pecho de Halan, justo a la altura del corazón. De repente la habitación se hizo más cálida, y Roldán fue abrumado por la confusión, la ira y la envidia de no ser él quien recibiera aquel balsámico abrazo, desmoronando así cualquier otro pensamiento. Dio un paso al frente, pero el caballero se interpuso entre él y la doncella.
—Eso es imposible —gritó Roldán—. Míralo, todavía es joven, no puede ser mi capitán. Recuerdo el día que nos conocimos, recuerdo que me contó de su vida en Solaria, recuerdo que... que me enseñó lo necesario para sobrevivir al frío y a las privaciones; recuerdo cómo él me ayudó a enterrar a nuestros muertos y que él se quedó a mi lado incluso cuando los otros se fueron. Y ya para entonces yo era demasiado viejo para abandonar estos muros.
Cada palabra lo encolerizaba más, como si el bilis y el resentimiento y la resignación y tormento de esta larga vigía por fin salieran a la superficie y revelaran las cicatrices de su alma. Pero la Guardallamas ni se inmuto ante aquel exabrupto.
—El Fuego es el don dado a nosotros por el Emperador —dijo la Guardallamas sin mirar a Roldán—. Es la vida que arde en la cima del Gran Faro. Con el Fuego enfrentamos la muerte y desafiamos el paso del tiempo; pero tarde o temprano tendremos que regresar este don. Esa es mi misión: regresar el Fuego al Gran Faro. Hay quienes, como Jalan, alimentan ese Fuego gracias a su voluntad, y que por ende son amados por él; y otros que menguan poco a poco, hasta olvidar quiénes son, ascuas que se enfrían al carecer de propósito alguno.
—Míralo, es joven, yo soy viejo, era joven en aquel entonces, no se fue, no me dejó, debió dejarme, debió dejarme morir —mascullaba Roldán en una delirante recitación—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí, cuánto, cuánto tiempo? Todos se fueron, los que no se fueron yo los enterré, los enterré con el muchacho, los enterré junto a la marca.
Y hubiera seguido con aquel rezo alucinado de no ser por la manifestación del mayor milagro que alguna vez presenció. La habitación se estremeció y todo el mundo pareció entrar en vilo cuando del interior del pecho de Jalan emanó una hermosa luz que alivió los pesares en el corazón de Roldán, una tenue llama que bailaba entre los dedos de la Guardallamas. Una sola lágrima brotó de los cansados ojos del viejo mientras veía a la doncella depositar el cuerpo inerte del joven en la cama. Había muerto. Entonces ella, mientras recitaba una dulces e ininteligible canción, resguardó aquella frágil llama en el interior de la linterna. Sólo entonces el tiempo pareció volver a correr y Roldán cayó al suelo, absorto por el prodigio y atormentado por su conclusión.
—Por más de trescientos años los peregrinos han viajado a la Ciudad Santa de Solaria para buscar la gracia del Emperador —dijo la Guardallamas—. Esta es la única fortaleza fronteriza que se mantiene dentro de la luz del Faro, y tu eres su último centinela. Ahora dime, ¿quieres volverte uno con el Fuego?
El caballero agarró a Roldán de los brazos y lo hizo levantarse. La Guardallamas se acercó al viejo, mostrando la misma mano con la que tomó la vida de Jalan. Una parte de él quiso dejarse arrebatar, terminar el suplicio con el cálido abrazo de la muerte, envolverse en un dulce canto de despedida y en la belleza de su verdugo.
Pero no, algo en su interior, aquella horrible parte de su espíritu que le impidió huir, que le hizo resignarse a aquellas ruinas distantes y a padecer y a sobrevivir a toda costa al frío y a la desesperanza se impuso al final y le hizo retorcerse en un fútil intento de liberarse.
—Entonces así será —dijo la doncella, con un ademán le ordenó al caballero que soltara a Roldán—. El Fuego te dará vida hasta que estés listo para morir. Nos vamos.
—Si, Señora Verónica —habló por primera vez el caballero.
Para cuando Roldán se quiso dar cuenta, ambos se habían ido, y por la rendija de las ventanas tapiadas se podía distinguir los primeros rayos del Gran Faro anunciando el amanecer.
Arrastró el cuerpo del muchacho escaleras abajo con la misma lona con la que envolvió la rata. En la única tumba abierta depositó a Jalan, con todo y lona. Pasó el resto de la mañana cubriendo la fosa con tierra a medio congelar que coronó con una inscripción mal tallada en una tabla.
Apremiado por el hambre y el agotamiento, Roldán tomó una inmensa piedra y fue hacia la marca. Caminó hacia el límite mismo de la luz del Faro. Y justo allí colocó la piedra. Y así contemplando la oscuridad del más allá, oteó la fila de piedras que fue dejando a lo largo de los años para constatar cómo la frontera de la Noche Perpetua se iba cerrando: pronto las sombras envolverían la fortaleza y avanzarían todavía más, hasta que el mundo fuera poco más que un punto de luz en medio de un mar de tinieblas, sino es que lo era ya.
Roldán se dio la vuelta y se dejó acariciar por la luz del Emperador sin sentir calidez alguna, sólo aquel estremecimiento, augurio de la inminente fatalidad.
Y en lugar de volver al refugio del hogar, Roldán fue a buscar la pala, para abrir una nueva fosa al lado de su capitán.
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Herederos del Fuego
Fantasia¡SE ACTUALIZA TODOS LOS DÍAS! [9/100] Hace 300 años se extinguió el sol y el mundo se sumió en la oscuridad. Entonces Elian I construyó el Faro e inmoló el fuego de su voluntad para restaurar los amaneceres. Por 300 años sus descendientes han seguid...