La guardallamas, la princesa y el falso profeta 4

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Salieron de la mansión por una callejuela pegada a la pared de la Grieta, poco más que un pasillo claustrofóbico rodeado por casitas esculpidas en el barranco. Se les acercaron un puñado de transeuntes vestidos de negro y rostros cubiertos con velos del mismo color. Saludaban con una reverencia, algunos se detenían e intercambiaban palabras con Yorno, pero todos se le quedaban viendo a Yuria con una intensidad que le causaba escalofríos. Los más atrevidos acariciaban las mejillas de la joven con sus manos enfundada en guantes de terciopelo negro. Eran manos frías y duras, manos de una estatua.

Llegaron a una escalinata adornada por faroles con luces azuladas. La fachada de la Catedral estaba compuesta por una serie de flechas ascendentes talladas directo en la piedra. Aunque los maestros se afanaron en su labor, todavía se intuían las formas de la caverna en la que se refugiaron los primeros iniciados en la Llama Negra.

Cuenta la leyenda que los pueblos exiliados por la Falsa Dinastía se refugiaron en aquella gruta, donde el Primer Pontífice, Randall, recibió un mensaje de las Estrellas: que él fundaría la estirpe de aquellos que superarían la ilusión del Fuego. Guiado por aquel evangelio, se adentró en las profundidades del mundo, donde le fue dada la verdad del más sagrado de sus ritos: el bautismo ignífugo.

Yuria se estremeció al entrar en la nave, sólo había un pequeño altar sobre el cual descansaba un sarcófago de mármol negro: la tumba de Randall. Les esperaban un par de ancianas vestidas de negro. Llevaban consigo campanas de plata. Para evitar que los feligreses se perdieran, mujeres patrullaban los túneles alrededor de Aa-Unuir haciendo sonar campanas como esas.

Guiaron a Yuria y a su padre por un pasillo excavado en la piedra.

—Es un gran día, Arzobispo Yorno —dijo una de las ancianas—. El Pontífice lo espera en sus aposentos.

La otra anciana reparó en Yuria, dijo:

—No estés nerviosa, hija, todos tus esfuerzos pronto darán frutos, sólo debes pasar una última prueba.

Llegaron a una bifurcación en el pasillo. Las ancianas pusieron sus manos esqueléticas en los hombros de Yuria y la guiaron a uno de los pasillos; su padre fue por el otro.

—Descuida, hija —dijo su padre—, tu destino me fue dado por la Voz Estelar: superarás esta prueba.

Llevaron a Yuria a una habitación con un balcón desde la cual se podía ver el Abismo. Tenía varias sillas de mimbre alrededor de una mesita. Un joven alto y de cabello negro hojeaba un libro sentado con las piernas cruzadas. Llevaba un atuendo entre gris y blanco, que le hacía ver incluso más pálido, parecía irradiar luz propia.

El muchacho pasó la página y una vez comprobó que no había nada interesante en ella, se dignó a mirar a Yuria. Sus ojos eran de un azul desteñido, y la miraron como si no miraran nada en absoluto.

Yuria fue a sentarse en el mueble paralelo en el que estaba el joven, apretando la espada por la funda. Las ancianas se fueron y Yuria se puso a mirar a todos lados; primero a la ventana, luego a las estanterías pegadas en las paredes, y así en cada rincón hasta llegar a una esquina, en la cual se podía distinguir la silueta de una armadura en su soporte invisible. Entonces sintió la fría presencia de los ojos del joven encima de ella.

—Nadie me dijo que habría otra candidata —dijo el muchacho.

Yuria tragó saliva. Se sentó en el filo del mueble y se removió de hombros. Respiró hondo y trató de encontrar las palabras apropiadas. Entonces, la armadura cobró vida, o más bien su portador se acercó lo suficiente para distinguir sus rasgos.

—Yo tampoco tenía idea, Don Oscar —dijo el hombre, un Mogadí. Era calvo y tenía la nariz ancha y aplastada, y como todos los Mogadí, su piel oscura se confundía con el negro de la noche—. Se supone que su casa era la siguiente en la sucesión luego de lo ocurrido con la hija mayor del Arzobispo Yorno.

Herederos del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora