La balsa, los extraviados y la consorte avivadora 1

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Yuria estaba perdida: cada bifurcación, cada grieta y cueva era idéntica a la anterior, como las venas huecas de un gigante fosilizado, haciendo que guiarse por aquel laberinto en penumbras dependiera más de la intuición que de seguir algún rumbo predefinido. Sólo le quedaba seguir avanzando, con la fútil esperanza de que entre algún recoveco se escondiera el sendero a su libertad.

Si tan sólo hubiera traído una antorcha, se reprochaba.

Aunque en realidad no es que hubiera marcado diferencia alguna. La oscuridad era tan espesa que parecía una sustancia que flotaba en el aire y no la ausencia de luz. Pero al menos con una candela hubiera encarado aquella negrura con ese mínimo refugio de sus temores. Y es que desde pequeña había algo en los secretos de la noche que le infectaba el corazón con dudas y terribles premoniciones.

Luego de la muerte de su madre le costaba dormir. Lloraba y decía que le perseguían monstruos escondidos más allá del negro. El arzobispo Yorno hizo caso omiso a los llamados de auxilio de su hija. Al respecto sólo dijo:

—Nada hay que temer, la noche es nuestro cobijo.

Y dio el asunto por finiquitado.

Pero los terrores nocturnos continuaron. Así pues, Yuria se volvió una criatura menguante: se dormía en cualquier momento, su rostro se descompuso en ojeras y ojos inyectados de sangre, y ganó la capacidad de soñar despierta y confundir el delirio con la realidad, llegando al extremo de que podía estar en medio de sus tutorías para luego saltar sobre su escritorio llorando porque una colonia de hormigas invadía su boca para devorarla desde adentro. Este y otros tormentos eran el tributo que debía pagar para mantenerse en vigilia durante la noche, acurrucada en su cama, lista para defenderse de los horrores que no podía ver y que nunca terminaban de llegar, pero que sabía le acechaban.

Hasta que por fin lo hicieron.

Una tormenta penetró en la Grieta. Las ventoleras de polvo y ceniza abrieron las ventanas de la alcoba de Yuria, quien sólo pudo escuchar cómo su habitación era azotada por las rafagas. La pequeña se ocultó debajo de sus sábanas como si con esto pudiera refugiarse de las inclemencias de la tempestad.

Entonces ocurrió el milagro: la tormenta cesó, o por lo menos así le pareció a Yuria. Una luz más brillante que un centenar de velas penetró entre sus sábanas con una calidez que la hizo cesar en su desespero. La curiosidad pudo más que el miedo y Yuria salió de su escondite. Entonces Ylia la envolvió con sus brazos, repitiendo:

—Todo está bien, Yuria, yuria mi pequeña yuria mi yuria.

Pasaron el resto de la noche acurrucadas dentro de la influencia de la llama que brotaba de los dedos de Ylia.

—¿Qué es eso?

—Fuego, como puedes ver.

—Es muy bonito.

—Lo sé —Ylia suspiró, miró a su hermanita y luego agregó—: Lastima que Padre no lo vea así, ¿cómo algo tan hermoso puede ser pecado?

Yuria se quedó pensando un rato antes de preguntar:

—¿Puedo tocarlo?

—Sólo si lo mantienes en secreto.

Ambas hicieron el gesto de coserse los labios con una sonrisa cómplice.

Ylia le acercó la llama. Por alguna razón Yuria comenzó a llorar, o más bien sus ojos vertían lágrimas de alivio. Fue arropada por una tibieza cómoda y nostálgica, un sentimiento que creyó extinto tras la partida de su madre, como si una parte de ella le acompañara no sólo dentro de aquella llama sino también dentro de su propio pecho. Permaneció así, admirando al Fuego, hasta que se durmió.

Herederos del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora