La guardallamas, la princesa y el falso profeta 1

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Al girar la cabeza sobre su hombro, Dastan constató que la nube de polvo se acercaba. Al igual que ellos, apuntaba a la Santa Ciudad de Solaria. Tal vez vendrían de las mismas regiones distantes donde la nieve se había vuelto una sola cosa gris, sucia y perenne. Tal vez había pasado por aquellos mismos pueblos miserables, habitados por mujeres abandonadas y sus niños famélicos. Tal vez, al igual que él y su dama Verónica, llevaban semanas acompañados por el silencio y el polvo y la desolación, o más bien huían de ellos. Por eso respondían al llamado de aquella tenue luz al otro lado del horizonte.

Dejó de arrastrar el ataúd y se detuvo a un lado del Camino Imperial, a la espera. Pero su Dama Verónica siguió andando un par de metros antes de darse cuenta que él no le seguía. A pesar de la extenuación de llevar su armadura y su espadón consigo, al tiempo que tiraba de la cadena amarrada a la caja; en realidad Dastan se detenía cada pocas horas para que ella estuviera obligada a descansar.

Verónica era una jovencita menuda, de piel morena y con el cabello oscuro, peinado en una única trenza que reposaba en su hombro, cubierto por una capilla roja. Llevaba un vestido negro y en sus delicadas manos colgaba la argolla de su linterna.

-Debemos darnos prisa -dijo Verónica, sin mirar a Dastan.

-Por su puesto, mi Dama -se disculpó él-, sólo deme un segundo.

Aunque llevaba apenas un par de semanas siendo su Adalid, Dastan había llegado a conocerla como si hubieran compartido toda una vida juntos. Así había aprendido a interpretar sus silencios y a priorizar las necesidades de su dama por sobre aquel ardoroso deseo de llevar su linterna al Faro que la impulsaba.

Volvió a mirar hacia atrás, y la nube ya estaba lo suficiente cerca para revelar la caravana que levantaba aquel polvo esteril. Entonces se acercó al camino para darle la bienvenida a la carreta que precedía la marcha.

-¿Cree que habrá lugar para otros dos peregrinos? -le preguntó Dastan al hombre tras las riendas de una mula-. Podría servir de escolta para pagar por llevarnos.

El hombre miró primero a Dastan y luego a Verónica.

-Bien, suban.

Verónica se giró sobre sus talones para encarar al hombre. Dijo:

-Se lo agradezco, pero he de declinar.

-Eso sería poco prudente, jovencita -dijo el hombre-, incluso para una Guardallamas, el camino a Solaria esconde peligros que son más fáciles de sortear con ayuda. Además, incluso esta vieja mula irá más rápido que ustedes si pretenden llevar eso con ustedes -y señaló el ataúd- . Soy Ekain, por cierto.

La muchacha se quedó mirando a Ekain. Sus ojos negros y fulgurantes llenaron lo llenaron de una inquietud tan atrayente como demoledora.

-Vamos, Dastan -dijo por fin, y se fue a sentar junto a Ekain, al frente de la carreta.

Dastan levantó el ataúd y lo depositó en la parte trasera de la carreta, obligando a los otros pasajeros a subir los pies para que no se los aplastaran. Acto seguido, él también subió. Los resortes crujieron al recibir el peso de aquel hombre y su armadura.

-Se lo agradezco -dijo Verónica, y Ekain notó que era una frase mascullada por mera etiqueta.

Agitó las riendas, y aunque a la mula le costó dar el primer paso, la carreta siguió su rumbo, a la cabeza de la caravana. La carretera delante de ellos no era más que una cicatriz de tierra y polvo que se volaba apenas se pasaba sobre ella.

-En otra época esta campiña se dedicaba al cultivo de trigo y cebada, -dijo Ekain-, a veces cuesta creerlo. A veces los otros se juntan a recordar cómo era la vida antes de que la tierra se agriara o que el frío quemara los cultivos. Como siempre dice Lidia, la vida siempre encontrará una manera, por eso vamos a Solaria, me imagino que todos hacen lo mismo a su manera particular.

Herederos del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora