La guardallamas, la princesa y el falso profeta 6

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Luego de la cena, algunos peregrinos acercaron a las hogueras sus edredones para dormir, mientras que otros se refugiaron en sus precarias tiendas de campaña. Ekain les entregó a Dastan y a Verónica unas delgadas colchas grises y rasposas. Apenas tomó la suya, la Guardallamas fue de regreso a la carreta.

—Se está mejor cerca del fuego —le aconsejó Ekain.

—Pero allí no está Wall.

Dastan iba a seguirla, cuando Ekain lo tomó por el brazo.

—Odio tener que pedirte que hagas guardia esta noche.

—Pero aún así lo harás.

—Por supuesto. —Y le dio un golpe en el hombro—. Avisale a Jarret que él tiene la primera ronda.

Así que Dastan atravesó el campamento. Chispas de luz de las estrellas se manifestaban por todo el firmamento, opacadas únicamente por los restos de la luna: una miríada de piedras blancas dispersas como una pincelada de la destrucción ancestral que extinguió el sol y condenó al mundo en la Noche Perpetua.

Dastan fue hacia la tienda más grande del campamento. A su lado había un inmenso martillo de mango alargado. Antes de que pudiera anunciarse, pudo escuchar las voces que se colaban desde su interior.

—¡Vamos, no te contengas!

—Pero...

—Será peor para los dos si tienes una recaída en medio del viaje.

Una respiración entrecortada.

—Lo sé.

—Si necesitas ayuda con algo sólo tienes que mandarme a llamar.

—Lo sé.

—¡Hazlo rápido, maldita sea!

Un sollozo.

—Detesto que te pongas así, como si te estuviera haciendo daño.

—Es que...

—Sabes qué, no te quiero escuchar más.

El tintineo metálico de una armadura rozando.

—Una cosa más, duerme también con mi manta.

—Entonces...

—Voy a estar haciendo guardia hasta el Despertar.

—Yo...

Se oyeron más sollozos reprimidos. Luego, corrieron las cortinas y Dastan y Jarret se encontraron de frente. Este último llevaba el casco en la mano, por lo que se podía ver su rizado cabello rojo, la sombra de la barba que le crecía entrecortada y unos ojos marrones dispuestos a destruir lo que se pusiera en su camino, aunque fuera sólo por la intensidad de su mirada. Se acomodaba las mangas de la armadura.

—Ekain te busca —dijo Dastan.

Jarret se puso el casco y tomó el martillo. Dastan se iba a dar la vuelta, pero Jarret lo agarró por la muñeca con tanta fuerza que por un instante pensó que aplastaría el metal de su guantelete.

—Lo diré sólo una vez: si algo le llega a pasar a la señorita Rin, ni la Grieta será un lugar seguro para esconderse.

—¿Por qué me dices esto a mí?

—Para que quede claro.

Entonces se fue, y Dastan lo siguió con la mirada, así que no se dio cuenta cuando Rin salió de la tienda y se paró a su lado. Llevaba un chal y se había quitado el antifaz, de forma que ahora miraba a Dastan con esos ojos incapaces de ver nada.

—Déjeme ofrecerle un té para compensar el disgusto.

Dastan la siguió al interior de la tienda. Había una estufa sobre la que hervía una lata con agua. Rin se acercó a un cofre al fondo y de su interior sacó dos tazas de latón y una tetera.

—Déjeme ayudarle con eso.

Rin se acercó a la lata con agua hirviendo, la quitó de la estufa y vertió su contenido en la tetera sin derramar una gota.

—Pese a mi condición, soy muy competente —comentó Rin, sacó un frasco con hojas de té, tomó una pizca y las tiró al interior de la tetera antes de cerrarla—. A Jarret no le gusta que haga estas cosas tampoco, pero no quiero ser una carga para él, más de la que ya soy.

Sirvió el té y le sirvió una taza a Dastan con una etiqueta impecable.

—Aunque fui rechazada por la linterna y por mi familia —dijo Rin—, él se mantuvo a mi lado pese a que le ordenaron ser el adalid de otra Guardallamas. Sabe lo qué me dijo: Hasta las mujeres rotas merecen dignidad.

Y soltó una risilla, como si fuera un chiste que todavía le hacía gracia a pesar de repetirlo demasiadas veces. Entonces se le cayó la taza de las manos y ella misma terminó en el suelo, mientras se apretaba el pecho y abría la boca como si estuviera reprimiendo un grito. Dastan la tomó y la llevó hacia los edredones.

—Tu mano, dámela —lloró Rin, lágrimas escapaban de sus ojos apagados—. Por favor.

Dastan se quitó el guantelete derecho y tomó la mano de Rin, estaba fría, un frío que robaba la calidez de las cosas que tocaba. De a poco fue recuperando el semblante; inflaba el pecho hasta donde le permitía los pulmones, como si necesitara más aire para vivir del que quedaba en el mundo.

—Iré por Jarret —dijo él.

Pero la mano de Rin se apretó a la de Dastan.

—No, te lo suplico —murmuró—. Son como insectos, insectos que comen mi carne, insectos al amparo de la oscuridad. No hay nada que Jarret pueda hacer... por favor, no lo llames. Tú sabes cómo es, ¿verdad? Tu también has visto de frente a la oscuridad, lo sé, cuando tomo tu mano puedo sentir al Fuego bailar dentro de ti... el Fuego es la respiración del alma, de su voluntad. Por eso lo sé... está intranquilo, sin propósito, pero fuerte, vibrante, y eso es lo que importa, al menos por ahora...

A Dastan le hubiera gustado soltarse, pero por alguna razón dejó que Rin le siguiera apretando la mano.

—Tengo un favor que pedirte —susurró Rin. Tomó el rostro de Dastan para obligar a mirar sus ojos muertos—: Mátame.

Herederos del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora