Capítulo 4: Los padres fundadores

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          —No te olvides de lo que hablamos —me dijo Henryk cuando se estacionó en frente de mi casa.

          —Pierde cuidado -respondí mientras estrechaba su mano.

Cuando bajé de la camioneta me encontré con los ojos preocupados de Jacinto. No nos atrevimos a decir nada. Esperábamos a que Henryk doblara en la esquina por la Calle Principal. Jacinto había llegado montado en Teté. Por momentos me costaba creer cuánto había crecido. Ya no era el niño de ocho años que una mañana vino a vivir conmigo. Era ahora un joven, dueño de esa mirada recia que escondía un corazón frágil y bondadoso como el que recordaba de Antonio, su padre.

          —Al menos me hubieras dicho lo que pasaba, padrino. Estuve preocupado y hasta te fui a buscar a la casa de Carlos —dijo mientras lo acompañaba hacia el jardín.

          —No quiero que te metas en esto. Esta vez es diferente —dije enfáticamente.

No quería perderlo. Después de la muerte de Antonio en el Atentado de las Luces, quedé devastado. Habían pasado diez años, pero el dolor seguía siendo el mismo. Éramos amigos de la infancia. Sé que él descansa hoy en paz porque desde algún lugar sabe que Jacinto se quedó conmigo. Ahora su hijo, ya de dieciocho años, luce exactamente igual a él. Le había heredado hasta sus expresiones y gestos.

Nos conocimos cuando vivíamos en Menmel. Solíamos jugar juntos en mi casa. Allí teníamos un lindo jardín con un árbol de moras. Antonio y yo nos divertíamos haciendo competencias para ver quién lo trepaba en menos tiempo, pero una tarde en medio del juego mi abuelo se nos acercó agitado. Había venido a decirnos que nos alistáramos y luego comenzó a caminar de un lado a otro, tomando todo lo que podía de las habitaciones.

          —¿Qué pasa abuelito?

          —Te contaré la historia en el camino —respondió intentando sonreír al mismo tiempo que nos tomaba de la mano rumbo a la salida.

Aquella tarde, los Huayama, los Martínez y los Reyna vinieron con nosotros. Nos dirigimos hacia el sur y en el kilómetro sesenta y uno nos bajamos de los autos y comenzamos a caminar. Nos adentramos hacia la izquierda y después de varias horas tuvimos que cruzar un puente. Desde arriba, veíamos lo caudaloso que llegaba a ser el río Esperanza.

Esa fue la primera vez que me fui a dormir con el estómago vacío. Por la madrugada me desperté y pude ver que mi abuelo se encontraba serio tratando de descifrar un mapa que tenía en las manos.

          —Ya estamos cerca, descansa un poco más, no te preocupes —me dijo acariciando mi cabeza.

Cuando retomamos la marcha, el cielo aún estaba oscuro. Esta vez caminamos en dirección al oeste y solo nos detuvimos cuando llegamos a un descampado.

          —¡Hemos llegado! ¡Aquí es! —gritó mi abuelo entusiasmado.

Al escucharlo, nos miramos las caras entre todos. El grito que dio lo hubiera dado cualquier otro en su lugar al ganarse la lotería. Lo que teníamos al frente era horrible. Estábamos parados sobre una tierra fosca, en medio de la nada. Sin embargo, era cierto que estábamos a salvo. Semanas después, nos enteramos que los Huayri y los Chimru, vecinos nuestros que se rehusaron a dejarlo todo en Menmel, terminaron siendo asesinados la misma tarde en la que salimos huyendo.

Es increíble pensar que todo esto tuvo que pasar hace casi cinco décadas para que Huachukuray comenzara a existir. Al comienzo fue difícil, sobre todo porque tuvimos que dedicarnos a trabajar la tierra. De eso no sabíamos nada. Por suerte, Carlos llegó al pueblo. En aquel entonces era aún joven y se comprometió a enseñarnos todo lo que sabía del arte de la cosecha. Su familia venía de Guataijachu, donde la tradición agrícola era muy respetada.

Con el pasar del tiempo nos volvimos expertos y logramos realizar comercio con otras comunidades vecinas. Sin embargo, siempre llevábamos en el pecho la nostalgia por la tradición que era nuestra: la minería. En mi caso, mi abuelo se aseguró de que no la perdiéramos y decidió entrenarme en el oficio desde pequeño. Lo mismo sucedió con los Huayama, los Martínez y los Reyna. Cada familia se especializaba en la extracción de un metal. En nuestro caso, era el cadmio. Los Huayama trabajaron por generaciones con el zinc, los Martínez eran especialistas en cobre y los Reyna eran los únicos que trabajaban con oro y plata.

Mi abuelo y ellos siempre se reunían a puerta cerrada en nuestra casa. Yo no podía estar presente, mi abuelo decía que eran conversaciones de adultos. Pero, la curiosidad me vencía y en ocasiones me sentaba detrás de la puerta para escucharlos. Hablaban con frecuencia de metales y nuevas técnicas que el abuelo de Antonio compartía. También recuerdo que comenzaron a hablar por semanas acerca de la construcción de un colegio. Eso me interesó porque me hacía ilusión ir a un lugar con otros niños de mi edad. Jamás había ido a uno. La única educación que recibíamos en Huachukuray era la que nos daban en casa, pero mi abuelo quería que esto cambiara. Y, a pesar de haberse enemistado con muchos, organizó todo lo necesario junto al abuelo de Antonio para que la construcción del colegio se llevara a cabo.

          —Se llamará Libertadores —me dijo con una sonrisa de oreja a oreja una mañana mientras tomábamos desayuno.

Me explicó luego que solo la educación nos haría libres. En un pueblo como Huachukuray era clave tenerla ya que siempre nos estafaban cada vez que venían a comprar nuestros productos. Pienso que muchos comenzaron a notarlo sobre todo porque en los últimos meses habíamos perdido alrededor del cuarenta por ciento de nuestras ganancias y todo porque muchos ni siquiera sabían sumar.

El colegio Libertadores fue adquiriendo así mayor atención y en un par de años no había familia que no enviara a sus hijos a estudiar. Mi abuelo logró ver este cambio, pero lamentablemente se enfermó de cáncer a los ochenta años. En pocos meses, su robusto cuerpo desapareció para dejar en su lugar a un frágil anciano de pelo plomo que permanecía postrado en la cama. La pasé muy mal en casa durante esos tres últimos meses sobre todo porque siempre pensé que él sería eterno. La última tarde que estuvimos juntos me pidió que fuéramos al colegio. Aquella vez sí tuvo fuerza para caminar. Nos la pasamos entrando y saliendo de las aulas como si fuera un museo y cuando comenzó a oscurecer se sentó en una de las sillas con el rostro encendido.

          —Este colegio salvará al pueblo, hijo. Aquí está toda la riqueza que jamás podrás encontrar en otro lugar.

Después de cenar, me quedé hablando con él en su cuarto. Con el pasar de las horas, podía ver cómo su cuerpo y mente se iban alejando lentamente de mí. El viento soplaba con fuerza y hasta se hacía sentir por debajo de la puerta como si supiera que en aquella habitación alguien ya se preparaba para salir. En Huachukuray murió mi abuelo a medianoche, dejando atrás un sueño casi completo y un cuerpo seco que con el pasar de los segundos era más del polvo que del pueblo.

Huachukuray (EN PROCESO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora