Capítulo 10: Un asesino silencioso

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El proyecto en Guataijachu comenzó un lunes por la madrugada. Henryk quería que todo se hiciera rápido. Para lograrlo, había tenido que contratar más trabajadores y mientras el primer grupo se retiraba a las seis de la tarde el segundo los relevaba inmediatamente y continuaba hasta la mañana siguiente. De esta manera, Guataijachu no veía descanso.

El aspecto de aquel lugar de ensueño cambió drásticamente. El verde dejó de existir en una superficie que se había quedado desnuda. Para el tercer día comenzaron las perforaciones. En total eran noventa y cinco barrenos en los que introducían cuidadosamente nitrato de amonio y unos explosivos de alto grado que sacaron de unos costales que decían ANFO. A un kilómetro de allí, los ingenieros y obreros del proyecto esperaban ansiosos a que Henryk presionara el pequeño dispositivo que tenía en la mano. En poco tiempo aquel botón no solo terminó de destruir la fertilidad de ese terreno, sino que también se llevó de encuentro la reserva de llamas y alpacas que habían vivido en armonía con los pobladores de Guataijachu desde su fundación.

Para el amanecer del quinto día ya eran visibles las múltiples voladuras realizadas a distintos niveles. Nos encontrábamos en frente de un inmenso cráter. El interior era escalonado, con veinte metros de separación entre cada banco lleno de polvo. Se podía ver cómo los obreros terminaban de asegurarse que los caminos estuvieran libres de obstáculos para que los camiones y tractores comenzaran su día. Incluso el olor a pasto fresco había sido reemplazado por uno amargo, como de almendras podridas, que provenía del fondo del cráter. Allí, un grupo de técnicos que llevaban puesto unos trajes especiales de plástico blanco depositaban una parte de los escombros obtenidos de las voladuras y esperaban aproximadamente ocho horas para retirarlos. El producto era luego transportado por camiones que cargaban hasta un máximo de cuatrocientas toneladas y que salían cada noche en fila hasta la planta principal de la Mining Sotheast Corporation, la cual se encontraba en Menmel. Allí también llegaban los camiones que salían a las dos de la tarde. Ese era el lugar donde se procesaban día y noche las rocas inmensas que se desprendían de las voladuras y que los conductores transportaban diligentemente.

Fuera del cráter también se comenzaron a realizar operaciones. Henryk destinó diez hectáreas a la salida de la mina para depositar la tercera parte de los escombros que se obtenían de las voladuras. En este caso un grupo de ingenieros vestidos con un traje de plástico rojo se cercioraban de que el nivel de cianuro en el sistema de riego automático fuera el correcto. Se acercaban con un medidor a cada una de las hectáreas para chequear que todas se encontraran recibiendo exactamente la misma cantidad.

El olor era asfixiante y me obligó a refugiarme en la cabaña donde días antes Jamilé y los hermanos Bohórquez habían caído muertos. A los pocos minutos una camioneta negra de lunas polarizadas se estacionó al frente. De la camioneta se bajaron los dos hombres de terno que ya había visto antes y decidí salir a su encuentro para ver si podía hablar con ellos. El más alto se llamaba Steve y el más flaco Vladimir. Al verme no se sorprendieron y hasta me llamaron por mi nombre. Parecían tener mucha curiosidad de lo que estaba pasando y con unos largavistas comenzaron a mirar y hablar entre ellos acerca del progreso que se había hecho hasta ese momento.

          —¡Es increíble! Con esto es muy probable que Henryk se vuelva socio del Sr. Hallawey —le dijo Vladimir a Steve mientras le pasaba los largavistas.

          —Pero ¿qué pasará cuando todo esto termine? —le pregunté a Vladimir.

          —Henryk pondrá todo como lo encontró, no te preocupes. No tengo dudas de ello —me dijo convencido.

A lo lejos un punto naranja se acercaba lentamente. Era Henryk en uno de esos trajes que usaban los ingenieros. Le cubría de pies a cabeza y tenía un respirador en forma de pico que le tapaba de la nariz hasta la boca. Era tan aparatoso que le dificultaba la rapidez con la que podía moverse. Justo antes de llegar a donde nos encontrábamos les hizo una seña con la mano para que Steve y Vladimir fueran a su encuentro. Yo me quedé donde estaba, observando sus gestos a lo lejos. Ni me esforcé en escucharlos. Había un ruido enorme que venía de la mina y se mezclaba con el sistema de riego automático.

          —El olor aquí afuera... sí que es... insoportable —dijo Vladimir tosiendo.

          —¡¿Por qué no se pusieron los trajes?! —exclamó Henryk al ver que Steve comenzaba a quedarse sin aire—. ¡A la cabaña! ¡Vamos! ¡Ahora mismo!

          —No entiendo... ¿por qué está pasando esto? —añadió Vladimir.

          —Ustedes no entienden nada —dijo Henryk.

          —Somos ingenieros. Si el cianuro es diluido no deberíamos... sentirnos así —dijo Vladimir tosiendo más fuerte.

          —¿Qué está pasando? ¿Qué has hecho? —dijo Steve después de haber tomado una bocanada de aire.

          —Le prometí al Sr. Hallawey que el proyecto terminaría en diciembre —respondió.

          —¡Pero no es posible! ¡Hay procesos que no pueden adelantarse! ¿Cuánto cianuro estas utilizando? —preguntó Vladimir tomando del cuello a Henryk.

          —Más de lo permitido —dijo Henryk con un tono sarcástico.

Al escuchar esto Steve y Vladimir salieron corriendo hacia donde me encontraba. Tenían la mano derecha cubriendo sus narices.

          —¡Debes huir! ¡Ya no vuelvas más aquí! —me gritó Vladimir mientras se subía a la camioneta.

Mientras los veía alejarse pensaba en lo que Henryk les había tenido que decir para que salieran de esa manera, pero mi curiosidad no pudo ganarle al dolor de cabeza que ahora se extendía a mi cuello. Comenzaba también a quemarme la nariz y se me dificultaba la respiración. Había sentido algo similar días atrás desde que apareció aquel cráter en Guataijachu. Y ahora los ojos comenzaban a adormecerse hasta el punto de llegar a ver todo de negro. Comencé a moverme apoyándome en las paredes hasta que de repente solo pude escuchar mis propios latidos. A estos, se les sumó repentinamente un sonido agudo y constante que agravaba el dolor que sentía. Intenté entonces encontrar la salida, pero mis piernas habían dejado de responder. Allí fue cuando la puerta se abrió y pude escuchar la voz de Henryk. La sentía cada vez más cerca mientras un fondo negro e interminable abría los brazos para cobijarme y hacerme sentir cada vez más lejano y lento.  

Huachukuray (EN PROCESO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora