Capítulo 9: La entrada a Guataijachu

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Desde las cuatro de la mañana la caravana de camiones de la Mining Southeast Corporation no habían podido recorrer la única carretera que conectaba a Guataijachu desde Menmel. El camino estaba bloqueado. En la pista se encontraba un sinnúmero de rocas de diferentes tamaños y objetos punzocortantes, oxidados y viejos que habían sido estratégicamente ubicados a cada doscientos metros de distancia. Entre los árboles que se encontraban al lado izquierdo de la carretera se escondían sagazmente diversos pobladores de la zona, organizados siempre en grupos de cuatro o cinco para evitar llamar la atención.

De los tres camiones de atrás se bajó un grupo de jóvenes obreros contratados por la compañía. Eran muchachos que se buscaban la vida realizando toda clase de trabajos por unas cuantas monedas.

          —¡Liberen el paso! —dijo Henryk con el altavoz que había tenido escondido debajo de su asiento.

Los muchachos comenzaron a mover las rocas y desde los árboles comenzaron a lloverles flechas y piedras. Muchos de ellos salieron corriendo, asustados y con algunas heridas leves en los brazos y espalda. Otros regresaron a los camiones muy enojados, diciendo que no habían sido contratados para sufrir esa clase de abusos. En ese momento Henryk bajó enojado del camión y se paró en la carretera. Sacó un documento de su bolsillo y lo levantó para que todos lo vieran.

          —¡Ustedes han firmado este compromiso con nosotros! —exclamó a través del altavoz—. De ahora en adelante quien obstaculice nuestro ingreso tendrá que afrontar las consecuencias.

Los muchachos se volvieron a reagrupar y comenzaron a liberar el camino por órdenes de Henryk, quien se encontraba mirando hacia los árboles siempre atento a la reacción de los pobladores de Guataijachu. Por un lapso de cuarenta minutos continuamos el recorrido sin interrupciones. Los camiones seguían avanzando conforme los muchachos quitaban las rocas. Quince minutos recogiendo piedras y diez minutos avanzando con los camiones. Así estuvimos hasta que llegaron las dos de la tarde y para ese entonces, ya cerca de la entrada principal, nos esperaron todos los pobladores agarrados de las manos, haciendo una cadena humana frente a nosotros.

Jerónimo salió al frente desde un extremo de la cadena y comenzó a caminar lentamente en dirección a nuestro camión. Henryk desechó cualquier posibilidad de diálogo y les pidió a los conductores que subieran la velocidad. Muchos de los pobladores, entre ellos mujeres, hombres y niños seguían firmes, con la mirada al frente y con ánimos de luchar por lo que era suyo mientras veían cómo su líder estaba cerca de ser arrollado sin piedad.

          —¿No crees que es suficiente? —le dije a Henryk ante la angustia de ver a Jerónimo muerto.

          —Estos indios tienen que entender que yo soy quien manda aquí —respondió enojado.

Henryk dio la señal y todos los camiones se detuvieron. El nuestro era el primero y frenamos a solo doscientos metros de distancia de Jerónimo. Henryk se bajó del camión y esta vez fui corriendo detrás de él. Tenía que asegurarme que Jerónimo entendiera que habíamos sido descubiertos y solo quedaba actuar de manera pacífica para evitar algún problema. Pienso que de alguna forma ya lo sabía o quizás lo intuía porque la noticia no lo agarró desprevenido y apenas conversó con los demás pobladores aquella cadena humana se rompió rápidamente para darle paso a los nueve camiones que había mandado la Mining Southeast Corporation esa tarde.

          —¡Ahora saquen todo de sus casas! —dijo Henryk.

Los pobladores tuvieron a lo mucho veinte minutos para hacerlo. Luego vino la demolición de todas las casas de madera y calamina que habían estado en ese lugar por más de seis décadas. La mayoría veía con indignación e impotencia sus hogares destruidos, mientras que unos pocos intentaban evitarlo por la fuerza. Entre ellos se encontraba Jamilé García y los hermanos Bohórquez. A los tres los mandó encerrar Henryk en una cabaña pequeña que un grupo de obreros estaba terminando de armar. Yo también tuve que seguirlos y ver cómo Henryk los esposaba frente a mí, con los brazos arriba y sobre una viga gruesa de madera que cruzaba la cabaña de extremo a extremo. Mi tarea era vigilarlos hasta que él regresara. Nos encontrábamos mirándonos de rato en rato, exhaustos y sin decir una palabra, como si la situación fuera tan clara que no ameritara una explicación.

Huachukuray (EN PROCESO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora