Los fantasmas que habitan las horas

hiedras

III

Sabés sobre la dulzura y amabilidad
del poema naciente,

sabés sobre las dagas en alto que aguardan
en la espera suspendida en el aire,
en el vacío desprotegido que oscila sobre tu nombre.

Sabés sobre el verdugo de reluciente armadura,
y los venenos que se derraman
en la hora maldita.
Sobre tu adormilado cuerpo
que deambula tendido en la espera,
alimentándose del lenguaje,
como una planta trepadora
que anhela el vacío.
Tu cuerpecillo frágil y frío,
sepultado en un eterno invierno,
tu cuerpo de hiedra venenosa enroscada
que vela entre confesionarios las palabras desnudas.

Sabés sobre el extravío que orbita
en cada vocal que exhalas y exaltas,
arrojadas muy lejos del laberinto que se abriga en tu sombra.

Sabés de miles de vocablos
que cayeron de tus labios
sin callar nunca,
y cayendo solo para dispersarse y latir lejos en el alba.
Huérfanos de la frondosidad sin nombre,
como pequeños animales que (se) huyen.

Sabés sobre aquello que brota enmudecido,
extraño y cristalino,
lo que escurre desde el pálpito diminuto
del verso pálido y demacrado.

Palabra pura que abraza la carne.
Carne del poema que envuelve
en gritos y humo, ecos y espinas,
tu piel de papel.

En medio de alguna isla a la deriva,
enredada en la piel del tiempo
rumoreando entre el polvo y el soliloquio,
brotan los retorcidos tallos
que abrazan en llamas los huesos,
por eso surge el poema
con su letra vaga y moribunda
erguida en una lejanía.

Enterrada en la lejanía y el vacío,
enterada del caos que murmura sin labios,
ni voz,
realmente no sé nada más
que
el
eco.

¿Dónde se esconde tu pequeño cuerpo de agua
más allá del viento y toda forma traducible?

¿Desde dónde tergiversa un lenguaje que no conecta,
una luz que desdibuja el cuerpo como a través de una espesa niebla?

La voz, el grito,
la inmersión a la grieta
inundada de versos y veneno,
soporífero inconexo,
paliativo inexplicable.

La disonancia, la lejanía,
la fisura que rompió el día
y abrió paso a las entrañas de la noche.