El sonido de las risas infantiles y los gritos alegres rebotaban contra las paredes de la escuela, una cacofonía de felicidad que contrastaba con la sensación de aislamiento que me envolvía. Los colores vibrantes de los murales y los dibujos colgados en los pasillos parecían parte de un universo al que no pertenecía. Todo parecía tan brillante, tan lleno de vida... excepto dentro de mí, donde reinaba un vacío inquietante.
Maoki no me había dado la nota sobre el "Día de traer a tu padre a la escuela". ¿Había sido un olvido genuino o un gesto consciente de distanciamiento? Esa duda se enroscaba en mi mente, envolviendo cada uno de mis pensamientos en una neblina de incertidumbre.
El eco de los pasos sobre el linóleo resonaba más fuerte de lo que debía, cada ruido amplificando mi extraña incomodidad en este lugar. Recordaba la mañana, su partida apresurada y la fugaz sombra de algo extraño en su mirada. Maoki siempre había sido fuerte, inquebrantable incluso, pero había algo más bajo esa fachada: una vulnerabilidad que solo mostraba a medias, un abismo que no estaba seguro de si quería que yo lo viera.
Caminé entre padres e hijos que compartían sonrisas y palabras cálidas, sintiéndome como un intruso. Había algo inherentemente desgarrador en ver a esos hombres y mujeres interactuar con sus hijos, una normalidad que nunca había sentido posible para mí. A lo lejos, entre el tumulto de voces, la vi. Maoki, apartada, una sombra en una esquina del aula, de espaldas a todo lo que la rodeaba.
El rayo de luz que entraba por la ventana parecía aferrarse a su pequeña figura, resaltando no su fuerza habitual, sino una fragilidad inesperada. El mundo a su alrededor no se movía como lo hacía para los demás, parecía detenido. No pude evitar que mi corazón se detuviera por un segundo al verla así. Por primera vez, la vi completamente sola.
Nuestros ojos se cruzaron, y el tiempo pareció desmoronarse. Su rostro se tensó instantáneamente al verme, la familiaridad que solía tener conmigo se evaporó en un instante. El aire entre nosotros se volvió pesado, cargado de una tensión que no podía descifrar. Me acerqué lentamente, con el conocimiento de que cada paso hacia ella era una invasión a su espacio privado, pero también sabiendo que no podía ignorar lo que veía en su mirada.
Antes de que pudiera hablar, Maoki me tomó del brazo con fuerza. La brusquedad de su gesto no era violenta, pero sí intensa, como si cargara una lucha interna que no sabía cómo expresar con palabras. Sin decir nada, me arrastró a un rincón más apartado, lejos de las miradas de los otros padres y niños. Sentí la urgencia en su tacto, un desesperado intento por ocultar lo que la perturbaba.
—¿Qué estás haciendo aquí? —su voz era un susurro afilado, más desesperado que molesto. Había algo en su tono que no esperaba: miedo.
Intenté suavizar el momento, levantando la bolsa de su almuerzo que había olvidado en la mesa de la cocina esa mañana. —Olvidaste esto, pensé que podrías necesitarlo.
Por un breve momento, vi sus hombros relajarse, como si el peso de una pequeña preocupación se disolviera. Pero no duró. El conflicto en sus ojos permaneció intacto, reflejando algo más profundo, más doloroso, algo que el simple acto de olvidar un almuerzo no podía explicar.
—Papá... —Su voz se quebró al pronunciar la palabra, como si cada letra fuera un puñal clavado en su garganta. No me miraba. Sus ojos se aferraban al suelo, evitando los míos como si la verdad fuera demasiado pesada para enfrentarla—. Este no es el lugar para ti.
El título "papá" flotaba en el aire entre nosotros, cargado de un dolor que no era mío. No podía evitar sentir la herida detrás de esa palabra, una herida que, aunque no me pertenecía, me afectaba de maneras que no podía describir. Sabía que Maoki no se refería a mí. Ese dolor, ese miedo, venía de un pasado que nunca había compartido conmigo. Pero, de alguna manera, ahora yo también lo llevaba.
—No vine a incomodarte, Maoki —murmuré, intentando que mi voz fuera más suave que el torbellino que sabía estaba sintiendo—. Solo quería asegurarme de que estuvieras bien.
El silencio entre nosotros se volvió abrumador. Ella no me rechazaba del todo, pero había una barrera inquebrantable en sus ojos, una distancia que no podía acortar con palabras. Sabía que ese dolor no estaba dirigido a mí, pero eso no lo hacía más fácil de soportar. Las cicatrices que cargaba en su alma eran tan profundas que no me atrevía a pedirle que las compartiera.
Después de unos interminables segundos, sus labios se movieron, pero apenas. Su mirada, sin embargo, permanecía fija en algún punto detrás de mí.
—No lo entiendes... —susurró, su voz apenas un eco que temía que desapareciera si respiraba demasiado fuerte.
Quise responder, decirle que estaba allí para ella, que haría lo que fuera necesario para entenderla. Pero al mismo tiempo sabía que había un límite. Forzar una respuesta, presionarla para abrirse, solo aumentaría la distancia entre nosotros. La verdad era que no entendía todo lo que pasaba por su mente, y probablemente nunca lo haría completamente. Pero algo era cierto: no iba a dejarla sola.
—Tienes razón —dije finalmente, mis palabras cuidadosas, medidas—. No lo entiendo todo... pero estoy aquí. Para lo que necesites.
Maoki se quedó quieta, con los brazos cruzados, pero algo en su postura cambió. Era sutil, apenas perceptible, pero ahí estaba. Una pequeña fisura en su armadura. No era mucho, pero era algo.
Finalmente, levantó la mirada, aunque seguía evitando mi rostro.
—Puedes quedarte —murmuró tras un largo silencio—. Pero no hagas nada que me avergüence.
La suavidad en su tono me dio un poco de esperanza. Era un pequeño paso, pero un paso en la dirección correcta. Sonreí, un gesto que sabía ella no devolvería, pero que tampoco rechazaría. Y eso, para mí, era suficiente.
El resto del día lo pasé en silencio, observando desde la distancia mientras ella interactuaba con sus compañeros. Su fuerza seguía allí, la Maoki imparable, pero de vez en cuando veía ese destello de fragilidad. No había necesidad de forzar nada. Lo que realmente importaba no era su naturaleza extraordinaria, sino la batalla más íntima y profunda: aprender a confiar, a permitir que alguien estuviera allí para ella.
Y yo estaría allí. Para ella. Aunque fuera solo un poco más cerca con cada paso.
Nota del Autor:
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Mi hija es un demonio
Science FictionEn un mundo que no acepta lo diferente, Maoki debe enfrentar su oscuro pasado y sus habilidades únicas mientras su padre adoptivo la apoya incondicionalmente. Esta es la historia de Maoki, una niña especial que es genéticamente única y con habilidad...