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Elizabeth había aprendido a encontrar diversión incluso en los momentos más oscuros. La adrenalina de una cacería, de ese tipo particular en que los cazadores se convertían en presas, era su mayor deleite. No era la cacería habitual de animales indefensos, sino una danza de muerte donde las tornas podían cambiar en cualquier momento. Ese día, el campo de batalla no era más que un bosque en penumbra, donde los soldados la buscaban mientras ella, con la agilidad de un depredador, les acechaba desde las alturas.

Oculta sobre la rama de un árbol, observaba con ojos calculadores cada movimiento bajo sus pies. Sabía que el comandante estaba cerca; podía sentirlo en el aire cargado de tensión. Con la precisión de un felino, saltó del árbol justo cuando Dreyfus pasó bajo ella, cayendo como una sombra sobre su presa.

—Te tengo... —susurró Elizabeth, su voz impregnada de la certeza de la victoria, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa felina.

El comandante, con una expresión endurecida, se revolvió bajo su peso. No era hombre de rendirse fácilmente, y su orgullo no le permitiría perder tan fácilmente ante una mujer, especialmente no ante Elizabeth.

—No cante victoria tan pronto —gruñó él, sacando dos cuchillos afilados como si fueran una extensión de sus propias manos, y los manejó con destreza impecable. Las hojas brillaron bajo la escasa luz, pero Elizabeth, con su mirada afilada y su cuerpo en perfecta sincronía, esquivó cada ataque con una gracia casi insultante, manteniendo su sonrisa arrogante.

—Me pregunto qué vio mi padre en ti para nombrarte comandante —se mofó Elizabeth, deslizando sus manos en los bolsillos, como si el enfrentamiento no fuera más que un juego insignificante.

El rostro del comandante se tiñó de furia. Sus ojos llamearon con odio.

—¡Eres una maldita perra! —exclamó, perdiendo momentáneamente el control—. Mi puesto lo he ganado con sangre y sudor, no como tú, que fuiste recogida de entre la basura por el Jefe.

Las palabras del comandante golpearon a Elizabeth, no por su contenido, sino por el tono. Inspiró profundamente, buscando contener la marea que se agitaba en su interior, pero su paciencia, fina como el filo de una navaja, se rompió. Con un movimiento tan rápido que Dreyfus apenas lo vio venir, Elizabeth lo pateó con fuerza, lanzándolo al suelo. El barro salpicó el rostro del comandante y manchó su uniforme.

A medida que Dreyfus trataba de recomponerse, Elizabeth sacó una navaja de su cinturón, su mirada convertida en puro acero. Estaba a punto de cortar la lengua del hombre cuando el eco de un disparo resonó en el aire. El humo rojo ascendió lentamente hacia el cielo, señalando el fin de la cacería.

Elizabeth soltó un leve suspiro, limpiando la hoja en el barro de forma meticulosa mientras sonreía con un toque de malicia.

—Parece que ha mojado los pantalones, comandante Dreyfus —musitó, y sin mirar atrás, comenzó a caminar, dejando al hombre tirado en la miseria de su derrota, con su orgullo destrozado y su dignidad enlodada.

Elizabeth emergió de las sombras del bosque con la gracia de un depredador que acababa de reclamar su territorio. Su mirada se suavizó al divisar la figura imponente de su padre. La dureza que caracterizaba su rostro dio paso a una sonrisa sincera mientras se acercaba a él.

—Definitivamente eres mi hija —la elogió Bartra, su voz rebosando de orgullo al ver a Dreyfus salir detrás de ella, derrotado y humillado. Las cámaras en el bosque habían capturado cada instante, y Bartra había observado atentamente, con satisfacción, cómo Elizabeth se desenvolvía con una destreza letal.

—Después de tanto tiempo, es bueno estar en casa —murmuró ella, estirando su cuerpo con una sonrisa de satisfacción.

Había regresado del extranjero tras años de estar lejos, completando su educación bajo una identidad falsa, cuidadosamente construida por su padre. Durante su estancia en Estados Unidos, Elizabeth había perfeccionado tanto su intelecto como su habilidad para ocultarse a plena vista, siempre vigilada a distancia por los hombres que su padre había designado para protegerla. Se había graduado con honores, pero lo más importante era que no había olvidado nada de lo que Bartra le había inculcado sobre el despiadado mundo de la mafia.

Legado De Traición Donde viven las historias. Descúbrelo ahora