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Las venas de Meliodas se marcaban bajo su piel, tensas, como si a punto de estallar, reflejando la ira contenida que hervía dentro de él. No era solo el cargamento de diamantes perdido lo que lo atormentaba; algo mucho más oscuro se cernía sobre la noche. Las tres de la mañana, y el aire estaba cargado de una tensión que no lograba disipar. Con un gesto furioso, lanzó su vaso de vidrio al suelo, esparciendo los fragmentos en mil direcciones, pero ni siquiera los observó. El eco del estallido apenas hizo mella en su cólera.

Su paciencia, ya delgada, se evaporó por completo cuando el teléfono comenzó a sonar de manera insistente. Lo tomó con fuerza, dispuesto a colgar, pero el nombre en la pantalla lo detuvo en seco.

—¡Señor Meliodas! —la voz del chico explotó a través de la línea, su tono apresurado, jadeante, como si estuviera corriendo—. ¡Ellos están aquí!

—Gustaf, ¿de qué demonios hablas? Te dije que siguieras a Sariel y... —Su voz se apagó en el momento en que los disparos atravesaron el silencio, tan cercanos que casi podía sentir el calor del plomo rozando la piel del muchacho.

—¡No! Los... ¡los Archangel's están aquí! —La respiración de Gustaf se volvió más errática, cortada por el miedo—. ¡Van por ella, por la chica!

El teléfono se quedó mudo antes de que Meliodas pudiera responder, y con una explosión de furia, lo estrelló contra la pared, reduciéndolo a escombros. El rubio dejó escapar una maldición entre dientes, su mente girando con la intensidad de un huracán. Le había dado una sola orden a Gustaf, una sola, y el chico había chocado de frente con el peor enemigo posible: los Archangel's. No había tiempo para la duda, ni para el miedo.

Meliodas salió de su oficina con pasos firmes y rápidos, y al descender las escaleras, el comandante de los soldados apareció ante él, respirando con dificultad.

—Señor, han visto a los Archangel's en nuestro territorio. Se están acercando rápido —informó, su voz apurada, mientras una gota de sudor resbalaba por su mejilla.

—Reúne a los soldados, pon francotiradores en cada esquina y, sobre todo, que no vean a Elizabeth. Sáquenla por el bosque y llévenla con Bartra. Yo mismo iré por ella después —ordenó con voz fría, cada palabra cargada de una amenaza implícita. El soldado asintió, pero antes de que pudiera marcharse, Meliodas lo detuvo con una mirada glacial.— Que nadie se entere que ella existe, Drole.

—Sí, mi señor. —fue la última respuesta del comandante antes de desaparecer en la oscuridad, dejando a Meliodas solo, con el peso de una noche que se avecinaba aún más oscura.




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El estruendo de la puerta al abrirse de golpe sacudió el silencio de la noche, arrancando a Elizabeth de su sueño. Sus ojos azules, aún velados por la confusión del despertar abrupto, parpadearon hacia la oscuridad de su habitación. El cabello albino desordenado le caía en mechones alrededor del rostro, que aún mantenía las suaves huellas del sueño, pero su corazón latía con fuerza, inquieto. No tuvo tiempo de procesar lo que ocurría cuando una sirvienta irrumpió en su clóset, sacando ropa con una prisa que no daba lugar a preguntas.

—Señorita, vístase rápido —la voz de la mujer era firme, pero apresurada.

—¿Qué está pasando? ¿Quién es usted? —Elizabeth apenas pudo articular las palabras antes de que la mujer, sin detenerse a responder, le entregara la ropa. Había algo en la mirada de aquella extraña, una urgencia que le hizo aceptar la ayuda, aunque su mente aún estaba atrapada entre el sueño y la realidad.

La sirvienta no tardó en abrochar el último botón antes de que Elizabeth saliera de la habitación. Apenas había cruzado el umbral cuando sintió el frío metal de un arma en sus manos. La sorpresa la dejó momentáneamente paralizada, pero la voz grave de un comandante la empujó a seguir adelante.

Legado De Traición Donde viven las historias. Descúbrelo ahora