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Elizabeth emitió un suave gruñido, su voz ronca mezclándose con el silencio de la mañana mientras se removía inquieta entre las sábanas de seda blanca. El resplandor del sol, implacable y directo, se colaba a través de las ventanas, iluminando su rostro con una insistencia que la obligaba a enfrentarse a la cruda realidad de la resaca que la embargaba. Con un esfuerzo perezoso, intentó cerrar las persianas, pero sus dedos no lograban alcanzarlas. Resignada, entreabrió los ojos, dispuesta a ceder al día que la llamaba a la conciencia.

Al observar la distancia que la separaba de la ventana, su mente aún confusa intentó procesar lo inexplicable: ¿acaso su habitación había crecido de la noche a la mañana? Un sobresalto la sacudió, forzándola a levantarse de inmediato. Sus ojos se abrieron como platos cuando reconoció que el entorno que la rodeaba era completamente ajeno. No era su habitación, ni siquiera era su casa. La embriaguez aún presente en su sistema provocó que el mundo girara a su alrededor, obligándola a sentarse de nuevo en la cama para no perder el equilibrio.

Fue entonces cuando los recuerdos comenzaron a filtrarse a través de la neblina de la resaca, como piezas de un rompecabezas inquietante. Recordó cómo había saltado el muro en un acto desesperado de evasión, cómo había sorteado peligros con una agilidad que sorprendía incluso a ella misma. Pero cuando se creyó victoriosa, al percatarse de que había burlado la vigilancia de Meliodas, el destino se mofó de su triunfo. Había estado corriendo en círculos, y cuando al fin divisó la salida, se dio cuenta con horror de que había vuelto al mismo lugar del que tanto había luchado por escapar: la mansión.

La fatiga y el alcohol habían hecho estragos en su cuerpo, debilitándola al punto de ser presa fácil para Meliodas. Él, astuto y siempre un paso adelante, no tardó en adormecerla con un pañuelo impregnado de algún sedante, cargándola sin esfuerzo sobre su hombro como si fuera un trofeo conquistado. La humillación de aquel momento la aplastó, sumiéndola en un sueño involuntario del que ahora despertaba, confusa y vulnerable.

El pensamiento de su familia cruzó su mente como una sombra inquietante. Sin duda, debían estar preocupados por su ausencia, especialmente su padre, quien, con toda seguridad, ya habría notado que su hija no estaba donde debía estar. La idea de haber caído en el momento más vulnerable, en manos del rubio que había jurado mantenerse a raya, era una tormenta que no quería enfrentar. Pero el peso de la realidad era ineludible, y ahora, al abrir los ojos a la mañana que la envolvía, Elizabeth comprendía que estaba en un lugar del que no sería fácil escapar, ni física ni emocionalmente.

La habitación estaba sumida en un silencio tenso, roto solo por el leve crujido de la madera bajo los pasos de Elizabeth. La joven no había tenido tiempo de trazar un plan, ni siquiera de pensar en cómo había llegado a estar atrapada en ese opulento encierro. Todo lo que sabía es que cada intento de escapar había sido infructuoso, y ahora, frente a ella, se encontraba aquel rubio de mirada helada, cuya presencia la hizo estremecerse.

—Mandé a llenar tu armario esta mañana mientras dormías. Vístete, tu padre llegará en unos minutos —la voz de Meliodas fue cortante, sin rastro alguno de emoción. Antes de que pudiera responder, él ya había salido, dejando tras de sí una sensación de inevitabilidad.

Con el corazón acelerado, Elizabeth se acercó al armario. Sin embargo, lo que encontró no era un simple armario, sino una habitación entera, rebosante de ropa y calzado de todos los estilos imaginables. La opulencia la abrumó por un instante, pero no había tiempo para reflexionar sobre la locura de aquel hombre o cómo habían logrado llenar ese espacio sin que ella se diera cuenta.

Eligió la primera prenda que encontró, un vestido más corto de lo que hubiera preferido, y se dirigió a la ducha. Esta vez, no se permitió el lujo de contemplar la amplitud del baño; los detalles de su entorno eran insignificantes comparados con la creciente incertidumbre que la rodeaba.

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