7

50 5 5
                                    

Meliodas rodó los ojos, una señal tan clara como el filo de una daga. No necesitaba palabras para transmitir su irritación, el leve movimiento de sus pestañas y la tensión en sus labios eran suficientes. Sin embargo, el pelinegro sentado frente a él, permanecía inmutable. Su mirada de esmeralda se encontraba sin temor con la del rubio, soportando con calma la presencia imponente de su hermano mayor.

—¿Así que ella es su hija? —murmuró Zeldris, su voz apenas un eco después de un largo sorbo de whisky. Hizo una mueca como si el licor le hubiese dejado un sabor amargo—. ¿Por qué ella?

El suspiro de Meliodas fue profundo, casi resignado, como quien ha tenido esta misma conversación demasiadas veces. Su mirada revelaba poco, pero Zeldris conocía cada faceta de su hermano; era obvio que detestaba aquella pregunta, pero lo toleraba. Siempre lo hacía.

—Sabe defenderse —respondió finalmente, con la mandíbula tensándose.

Una sonrisa socarrona apareció en los labios de Zeldris, lo suficientemente astuta como para hacer vibrar el nervio de irritación que Meliodas ya sentía palpitar en su sien.

—¿Estás seguro de eso? Escuché que te dejó en ridículo en una pelea cuerpo a cuerpo —la burla en su voz era innegable, y las cejas de Meliodas se fruncieron, reflejando su desagrado.

—Hizo trampa, algo típico de un Liones —gruñó Meliodas, su tono mordaz—. Y no debería preocuparte, solo la necesito para tener un heredero.

Zeldris soltó una carcajada, un sonido que resonó en la habitación como un eco burlón.

—Todavía no me creo eso —dijo con un tono juguetón, alimentando su propia diversión al ver a su hermano perder la compostura—. Admítelo, Meliodas, hay algo más que te atrae de ella.

Meliodas se recostó en su asiento, la sombra de una sonrisa juguetona apareció en su rostro. El aire cambió, y Zeldris lo notó. Esa sonrisa era peligrosa.

—Tal vez, Zeldris —dijo finalmente, encogiéndose de hombros—. Me has pillado. No la elegí por su fuerza. Tienes que verla: curvas, buen trasero, pechos perfectos... todo lo necesario para criar a un hijo mío.

Los ojos de Zeldris se abrieron en shock, su expresión se torció en una mueca de repulsión.

—¡Idiota! No me refería a eso —gruñó, carraspeando mientras trataba de recomponerse. Dio otro trago largo a su whisky, intentando ahogar el malestar que sentía—. Ella tiene algo más que te conviene, no hablo de lo carnal, Meliodas. Algo mucho más valioso.

Meliodas entrecerró los ojos, su expresión se tornó seria al instante.

—Así es, el diamante verde lo tiene ella —admitió con frialdad. Los hermanos se observaron en un silencio denso, cargado de entendimiento. Ambos sabían lo que aquello significaba, y las palabras flotaban en el aire, no pronunciadas, pero presentes.—No se lo digas a nadie —añadió Meliodas, su tono bajo y peligroso—. Si los Archangel's se enteran, la querrán para ellos.

Zeldris asintió, sin dejar de observar a su hermano con una mezcla de resignación y respeto. El largo servicio que había prestado a su familia lo había endurecido, pero nada lo había preparado para la sorpresa de ver a Meliodas tomar el control del clan. Y ahora, todo lo que quedaba era conocer a la tan mencionada hija de Bartra.

Tras horas inmersos en las conversaciones más oscuras sobre la chic, Meliodas, con una calma calculada, interrumpió de manera casi casual.

—Dejemos de hablar de Elizabeth —sugirió, como quien desvía una mirada hacia un horizonte incierto. Sabía que su hermano Zeldris no lo veía como alguien que se comprometía seriamente con nadie, mucho menos con la hija de Bartra. Aún no había un verdadero compromiso, pero el hecho de que ella estuviera a su lado levantaba sospechas. Quizás debía demostrar que Elizabeth no lo seguía por el diamante que guardaba celosamente. Sin embargo, incluso si esa fuera su intención, Meliodas debía mantener su fachada impecable.

Legado De Traición Donde viven las historias. Descúbrelo ahora