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Elizabeth sabía perfectamente que sus acciones la ponían en riesgo, pero la adrenalina la mantenía firme. Cada escapada era un desafío, pero también una necesidad. El rubio podía amenazarla todo lo que quisiera, pero ella estaba decidida a hacer lo que consideraba justo, aunque significara abandonar el lujo de la mansión por la incertidumbre del bosque.

Esa noche, deslizarse entre los altos muros fue un reto, pero con la destreza adquirida, logró escapar sin ser detectada. El aire frío del bosque la envolvía, pero lo peor era la desorientación. Rodeada de árboles idénticos y sombras que se movían con el viento, había dado varias vueltas en círculo antes de que un destello de esperanza surgiera ante sus ojos: el brillo metálico de un coche negro, uno que ella conocía bien. Decidida, lo siguió a distancia, asegurándose de que no la descubrieran, hasta que las luces de la ciudad comenzaron a aparecer entre las sombras.

Finalmente, se fundió con las calles, convirtiéndose en una más entre la multitud. Su destino estaba claro: un callejón oscuro que solo ella frecuentaba por razones que pocos comprenderían. Al llegar, miró su teléfono. Faltaban pocos minutos para la cita.

Y entonces, la risa suave y familiar del chico la alcanzó, como un susurro en la penumbra. Él estaba allí, como siempre, con esa sonrisa ladeada que le hacía recordar cuán peligrosos eran esos encuentros.

—Han pasado años, Elizabeth. ¿Qué necesitas hoy? —La pregunta era casi retórica, cargada de un tono burlón que a ella siempre le irritaba.

—Lo mismo de siempre, Sariel —respondió, cortante, acercándose con la mirada fija en él. Pero esta vez, había más. Lo notaba en el peso de la situación, en la tensión que colgaba entre ambos—. Aunque hoy necesito algo extra.

Sariel alzó una ceja, entretenido. Su sonrisa se amplió mientras cruzaba los brazos.

—Los extras siempre cuestan más, lo sabes. —El sobre que Elizabeth sacó lo confirmó, mucho más abultado que de costumbre. Sin vacilar, Sariel lo abrió y asintió, satisfecho—. Doble pago, doble riesgo. ¿Qué se te ofrece?

Elizabeth, con la frialdad de alguien acostumbrado a negociar en las sombras, sacó un segundo paquete, aún más voluminoso. Pero cuando estaba a punto de entregárselo, el eco de un disparo rompió la tranquilidad del callejón. Una bala pasó rozando su piel, quemando al contacto. Instintivamente, Elizabeth dio un paso atrás, con los ojos encendidos de rabia.

Una carcajada filosa desgarró el silencio del callejón, haciendo eco entre las sombras, mientras Elizabeth clavaba su mirada gélida en el rubio que emergía con paso lento. Sus ojos azul zafiro chispeaban con desafío, pero el gruñido que escapó de sus labios traicionaba la frustración que sentía al verlo.

—No quería llegar a esto, Elizabeth —la voz de Meliodas era grave, cada palabra cargada de reproche—, pero eres demasiado desobediente para estar a mi lado.

La tensión entre ellos era palpable. Elizabeth intercambió una mirada fugaz con Sariel, un gesto imperceptible, pero claro. Él entendió. Siempre lo hacía.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, con voz firme, mientras se acercaba al rubio, enfrentándolo.

—Yo puedo estar donde quiera —respondió él, con la arrogancia característica de alguien que nunca había sido desafiado—. Pero tú... tú no tienes que estar lejos de mí. — La albina soltó un gruñido, rodando los ojos con una mezcla de ira e ironía. Se estaba agotando de sus palabras.—¿Quién es él? —La pregunta de Meliodas fue un dardo envenenado, cargado de algo que apenas podía ocultar.

—No es nadie —replicó Elizabeth, su tono goteando sarcasmo—. Pero ya que estás aquí, podrías arrastrarme de vuelta a las sombras de tu graaan mansión.

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