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Elizabeth respiró hondo, su mirada fija en los dos hombres que se desafiaban en silencio. Sabía que Bartra, su padre, era un hombre de poder y respeto, pero también comprendía que su inmadurez no conocía límites. Meliodas, joven e impetuoso, no le daba tregua, y Bartra, en lugar de calmar las aguas, lo provocaba con una mirada que rezumaba desafío.

—Padre, por tercera vez, estoy bien—dijo Elizabeth con un tono firme, tratando de restar importancia a lo ocurrido. Meliodas había prometido protegerla, y aunque había cumplido su palabra, no podía negar lo cerca que estuvo de la muerte.

Bartra, sin prestar atención a sus palabras, la observó con intensidad antes de girarse hacia el rubio que lo miraba con fiereza.

—Elizabeth, vendrás conmigo. Los Archangel's ya saben de tu existencia, no tienes razón alguna para permanecer aquí—declaró, con una confianza que parecía inquebrantable—. La amenaza de Demon ya no tiene peso en mi vida.

El hombre canoso intentó tomar el brazo de su hija, pero Meliodas fue más rápido, envolviendo su cintura con posesividad.

—Nadie me la quita—la voz de Meliodas salió ronca, casi gutural—. Ella es mía desde el primer momento en que la vi. Nadie me la quitará, y eso te incluye.

Elizabeth permaneció en silencio, con la frustración grabada en su rostro. Había dejado en claro tantas veces que no le pertenecía a nadie, que ella era dueña de sí misma, pero Meliodas no escuchaba. Era como si sus palabras chocaran contra un muro infranqueable.

—Niño, no compliques las cosas—Bartra suspiró, su paciencia colgando de un hilo—. Dame a mi hija.

—No. Será mi esposa—respondió Meliodas, con una terquedad que bordeaba la obsesión. No podía aceptar dejarla ir, ni siquiera por el hombre que la había criado.

—Podrías tener a cualquier otra, pero mi hija vendrá conmigo. Tú no podrás protegerla como yo—gruñó Bartra, su mirada de acero clavada en el joven. Meliodas apretó los dientes, sus ojos verdes ardiendo de rabia. Estaba a punto de replicar cuando Elizabeth, harta de la escena, intervino.

—Meliodas, suéltame ahora mismo—ordenó con un tono que no admitía discusión. Al mirarlo a los ojos, vio un destello de rebelión en ellos, pero al final, el rubio cedió a regañadientes, dejando caer su brazo. Elizabeth suspiró, agotada—. Gracias por tu "atención", pero esto ya ha terminado.

No le dio tiempo para replicar. Bartra y ella comenzaron a caminar hacia la puerta, el silencio entre ellos solo roto por el eco de sus pasos. Justo antes de cruzar el umbral, Bartra se detuvo, mirando a Meliodas por encima del hombro.

—Por cierto, enviaré a mis hombres a recoger las pertenencias de mi hija—su voz goteaba sarcasmo, y una sonrisa burlona torció sus labios. Meliodas, con los puños apretados, lo miraba con una ira contenida. Le habían arrebatado a su joya más preciada, pero no se rendiría. La recuperaría, a cualquier costo.




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Esa tarde, el ambiente en la mansión era denso, casi irrespirable. El caos que Meliodas había desatado tras la pérdida del diamante había convertido cada rincón en un campo de batalla. Su paciencia se había agotado, y los informes que llegaban eran insuficientes. No bastaba con saber dónde estaba Gustaf; él quería sangre, venganza. Las consecuencias de aquel robo le carcomían por dentro.

Zeldris apareció de manera inesperada, como si el destino lo hubiese arrojado a un torbellino en el peor momento. Apenas cruzó el umbral, se encontró con la tormenta que había desatado su hermano. No hacía falta ser un genio para entender lo que ocurría. El ceño fruncido de Meliodas y la ira que destilaba cada uno de sus gestos lo decían todo.

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⏰ Última actualización: 2 days ago ⏰

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