Capítulo VII

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La noche transcurrió lenta, pues aunque intenté descansar, las pesadillas no me dieron tregua. Cada vez que lograba cerrar los ojos, me encontraba atrapado en algún sueño angustiante.

En una de esas pesadillas, me vi de pie junto a un horno de la fundición. El calor era sofocante, el aire vibraba por el calor abrasador de las llamas, aunque a eso ya estoy acostumbrado. Estaba a punto de realizar una prueba crucial cuando mis manos, repentinamente torpes, dejaron caer un rubí de gran valor al fuego. Intenté recuperarlo, pero perdí el equilibrio. De pronto, el suelo cedió bajo mis pies y me vi cayendo al interior del horno, devorado por el resplandor infernal de las llamas. El grito de mi garganta se ahogaba en el calor, mientras el fuego me envolvía y sentía el peso de mi fracaso quemándome vivo.

En otra ocasión, estaba bajo toneladas de minerales, enterrado vivo. Sentía cada piedra presionando contra mi pecho, impidiéndome respirar. Intentaba liberarme, pero por más que me movía, el peso aumentaba, aplastando mi cuerpo hasta que el aire se volvía escaso y la desesperación me consumía.

Me despertaba jadeando y bañado en sudor, con el corazón desbocado, sintiendo que el fracaso me acechaba en mi intento de salir de este maldito agujero en mitad de ninguna parte. Puede que este plan tan extraordinario que ideé no sea en realidad mi vía de escape. Tal vez mi ambición es demasiado grande para cumplirse con éxito. Tal vez no soy lo suficientemente bueno. Por primera vez en mi vida me sentía inferior e inseguro, como un pequeño topo que se desorienta entre las galerías que él mismo había excavado. Tal vez no tengo lo que hace falta para sobrevivir ahí fuera, tal vez sería mejor seguir encerrado en esta colonia.

Bien entrada la madrugada, y al no poder conciliar un sueño que me permitiese descansar, decidí que me vendría mejor intentar despejarme. Me di una ducha de agua fría y me fui a pasear. No hay mucho que ver, casas bajas con la luz apagada, caminos toscos con adoquines de piedra, coladas secándose y el silencio.

No sé muy bien cómo, llegue a la plaza y al ver las escaleras me sentí tentado de subirlas, pero recordé mis inseguridades recientemente adquiridas y empecé a revivir las horribles pesadillas.

¿Qué voy a hacer una vez fuera? Solo sé picar piedra, alimentar hornos, follar y robar. No suena a trabajos que me ayuden a llevar una vida llena de las comodidades y riquezas que me gustaría.

-Prakash, qué sorpresa- Dijo una voz a mis espaldas. -¿Volviendo de la casa de alguna señorita?-

-No, señor Rupioh, simplemente paseaba- De todas las personas que podría encontrarme, a quien menos me apetecía encontrarme, era a mi exsuegro.

-Disimúlalo como te dé la gana, todos en esta colonia sabemos que no podemos quitarte el ojo de encima.- Esas palabras tenían un cierto tinte de rencor.

-Ya he pedido disculpas a su hija y a su familia y estoy cumpliendo mi castigo ¿Qué más quiere?

-Desearía romperte algunos dientes y dejarte esa cara lo suficientemente maltrecha como para que las damas de este lugar dejen de sentir atracción por ella, desearía recuperar el honor de mi familia, desearía que te hubiesen expulsado y que fueses un solitario enano miserable en el exterior... Pero supongo que deberé conformarme-

-Verá, Señor Rupioh, si desea destrozar mi cara a hostias y descargar su rabia contra mí, es libre de hacerlo. Pero eso no va a cambiar nada. A demás, le recuerdo que el compromiso no fue una cosa que su hija y yo decidiésemos, simplemente aceptamos una imposición de nuestras familias porque éramos unos críos que no sabían nada de la vida. Lamento el baño de realidad, pero parte de que ocurriese lo que ocurrió fue suya también.-

Quílopo se puso rojo, supongo que de la rabia.

-Sigues siendo un capullo malcriado.-

-Buenas noches, Señor Rupioh.-

No me tuve tiempo a emprender la marcha cuando un puñetazo impactó en mi cara haciéndome caer. De aquel momento recuerdo entrever a Quílopo encima de mí, asestando golpe tras golpe y un ardiente dolor en todo el rostro. Cuando se cansó de la cara se incorporó y empezó a darme patadas por todo el cuerpo y cuando se cansó se fue sin decir nada. No me resistí, no me defendí, ni siquiera me quejé del dolor. Simplemente, me quedé ahí, malherido, pensando con los ojos cerrados.

No sé si me dormí o perdí el conocimiento, pero cuando abrí los ojos no estaba en la plaza, sino en mi cama. Me dolía todo el cuerpo, pero la cara era donde más se había concentrado la ira de ese viejo loco. Me levanté como pude de la cama y cojeando me fui a un pequeño espejo que tenía en la pared. Quien fuese que me haya auxiliado tiene experiencia con las suturas. Mi ceja hinchada y amoratada tenía cinco puntos, y en el labio otros cuatro. Cuando volví a la cama vi una nota en la mesita de noche:

Te encontré hecho un desastre en el suelo de la plaza, así que pedí ayuda para traerte y curarte.

He hablado con el jefe de fogoneros y va a ir a verte cuando acabe el turno para comprobar la gravedad de tu estado.

No te preocupes por tus pruebas para orfebre, las retrasaremos hasta que puedas ver y manipular correctamente los materiales. Tal y como tienes la cara se te va a hinchar tanto que a penas podrás abrir los ojos.

No me des las gracias,

Zeynep Hiranur

Por una pepita de oroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora