El extraño viaje de Samuel y Alexander Beckler (Parte 1)

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(primera parte - escrita alrededor de junio-agosto de 2016. Revisada y corregida el 26 -28 de agosto de 2022)

Los sucesos que contaré a continuación tuvieron lugar en verdad a finales del verano del año pasado.

Mi tío, Samuel Beckler, un nada eminente profesor doctorado en biogeografía, que estaba ya algo avanzado en años, pero que continuaba siendo un explorador nato; y yo, Alexander; nos embarcamos en su bote, apodado el Adventure 2, rumbo hacia las Islas de las Galápagos.

La excursión no tenía ningún propósito científico o de campo; más bien, el objetivo era el de la mera recreación, aprovechando nuestro paso y nuestras vacaciones a través de la bella Costa Rica.

Yo siempre había considerado a mi tío, a pesar de no haberse destacado especialmente en su campo, como un modelo a seguir.

No había dejado domar su estilo de vida y comportamiento completamente por las rigurosas normas de la academia. En lugar de eso, se permitía ciertas "libertades" de cuando en cuando; entre ellas, por ejemplo, esta clase de escapadas, a las que me invitaba constantemente.

Es por eso que había decidido inscribirme, no desde hacía mucho, como estudiante de zoología en la misma cátedra universitaria en la que él daba clases; convirtiéndome de esta manera en su fiel acompañante y pupilo.

Sus instrucciones tenían la característica de ser severas ocasionalmente, aunque la mayor parte del tiempo su temperamento era bonachón y permisivo; correspondiéndose con la vida que se pretendía dar en sus últimos lustros de trabajo.

El día que partimos del hermoso puerto de Quepos, ya teníamos todo preparado, y el horizonte se nos presentaba lozano. Desembarcamos del muelle oscuro y dormido, antes del amanecer.

Con nuestro bote marchando a una velocidad aproximada de 10 nudos por hora, supusimos que pisaríamos las Islas Galápagos en doce horas o menos, navegando siempre en dirección suroeste.

La primera hora del viaje transcurrió sin demoras ni incidentes. El océano en esa parte del Pacífico estaba habituado a mostrarse tranquilo, de un color hermosamente turquesa; pese a que, debido a lo prematuro del día, y sin los rayos de luz en consecuencia, todavía no era posible notarlo. Empero, podía pronosticar una jornada agradable con total seguridad.

La temperatura, aunque se aproximaba a los 24 °C, se fijaba normal, cálida y aguantable para un marinero.

Para cuando el Sol se asomó enteramente, mi tío mencionó que habíamos traspasado la Isla de Cocos; alejados ya a unos 500 kilómetros de las costas.

La primera hora de la tarde avanzó así mismo, radiante y reluciente.

A pesar de mí poca experiencia como tripulante de barcas y expedicionario, sentía que me estaba acostumbrando a navegar grandes distancias a través del océano.

Se me estaba volviendo común observar las repetitivas y coloridas fracciones de olas azules, meciéndose en mosaicos todos iguales; y los diferentes tonos que lo embellecían, destellando del celeste al verde. Me estaba adaptando de igual forma a los mareos.

Pese a ello, nunca dejé de reflejar esa especie de respeto y cierto temor al océano, poniéndome a veces a reparar en su inmensidad tan atroz; y en la suerte de misterios que se ocultarían allí, millas debajo de nuestro ínfimo vehículo.

Contradictoriamente, aquellas cavilaciones me producían una pasión enorme.

Me interesaba poder resolver las cuestiones ocultas del mar azul; de allí mi entusiasmo por esa clase de caravanas. Y justo esta pequeña expedición, estaba a punto de extender y cambiar por completo, la visión que tenía hasta entonces de todos los misterios y secretos que pueden resurgir del piélago.

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