Edward Lloyd

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(escrito en junio-agosto de 2016. Revisado y corregido el 29 de agosto de 2022)

Edward Lloyd residía en una pequeña casa apartada del caos gris de la ciudad. Lejos del humo y de los automóviles, de las carreteras y de los semáforos, Edward era feliz. Pero esa dicha se esfumó tan pronto como se apresuraron a llegar las cuentas y facturas de los servicios de la casa que le había sido dada por buena herencia.

Edward Lloyd no tenía un trabajo. Había renunciado vez tras vez, según él, porque estaba harto de la vida secular, y si bien la falta de dinero y las penurias económicas habían sido una constante en su corta vida; con frecuencia comunicaba a sus amigos y familiares que se retiraría del mundo material y se desconectaría durante un buen tiempo para sobrellevar la reciente muerte de su madre.

¿Qué tan joven podía ser un hombre para querer jubilarse? Él era la prueba viviente de que no se necesitaba ser un sexagenario para empezar a disfrutar de los frutos de la juventud.

Pero el aislamiento de Edward se prolongó durante seis meses, y las costillas del hambre empezaron a asomar espantosas sus cuencas oculares a través de su alacena, cuando se percató de que el fondo monetario con el que se aseguraba una vida fácil hasta entonces, se había agotado.

Comenzó a considerar preocupado la posibilidad de buscar un empleo, pero la sola idea de salir de casa para hacer cara al mundo, le obligaban a devolver el rostro espantado. Por tanto, se hizo a la idea de esperar un mes para esperar la factura de luz, y se dijo, ese sería el preciso momento en que saldría para facilitarse un medio de vida.

Sin embargo, llegó el treintavo día, y luego el trigésimo segundo, y la electricidad le fue cortada. Pasó después una semana, en la que los dolores de cabeza y de estómago le asaltaban, y supo que se estaba convirtiendo en un vagabundo sin oficio ni beneficio.

Finalmente, llegó la velada de su última comida: una lata de frijoles y un pedazo de queso a medio descomponer en el refrigerador. Él mismo se encargó de arreglar su vestimenta y su hogar para parecer un mendigo famélico. La hermosa casita de blanco pasó a convertirse en un mero domicilio destartalado de muebles apolillados y paredes pintarrajeadas; y su rostro del de un joven bruñido e imberbe, a uno cenizo y tupido.

Edward Lloyd era un escritor. No pasaba de ser uno aficionado, sin embargo, y nunca se preocupaba de llevar un esquema fijo y organizado para realizar su único trabajo. Era demasiado holgazán para ello.

A pesar de eso, a lo largo de la mitad del año en que se recluyó, se propuso el pulir sus habilidades para convertirse en un escritor profesional, y para cuando ese periodo de ventura hubo terminado, bajo el portafolios en su brazo; llevaba más de cuatrocientos relatos y poemas no leídos jamás por nadie.

Borradores de novelas, noveletas terminadas, relatos de ensueño y crónicas fantasiosas de otros mundos y ciudades; constituían la evidencia fehaciente de que podría, quizás, alguna vez en su vida, dedicarse a ello para ser feliz, tanto como lo había sido en esos meses de internamiento.

No obstante, era demasiado tímido como para mostrárselos a alguien, y se desanimaba enseguida al releer sus papeles y descubrir que no eran lo suficientemente buenos.

Cuando era más joven, antes de abandonar la universidad, recordaba, se había anotado en varios cursos para compartir con los demás sus escritos, pero aquellos períodos no hacían más que traerle vergüenza a la cara.

Estaba muy lejos de ser un escritor maduro y serio, y llegar a esa meta, le tomaría años de burlas, desesperanzas y desazones; sin mencionar el forzado alejamiento de la vida seglar que tendría que imponerse, cosa que no podía permitirse ni en broma. De modo que lo último que le quedaba, era preparar sus memorias y testamentos, si es que alguien cercano podía sucederle acaso.

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