3 de enero

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3 de enero, 1982.
Carora, Venezuela.

Todas las voces hablan sobre mí, las manos sobre mí. El juicio sobre mí. Juicio por algo que no había hecho. Juicio por amar, amar hasta perder la cordura.

Me preguntaba qué sería de mí en el camino a mi nuevo destino: la prisión, si Sebastián se encontraba bien.

Se lo llevaron en una camilla y encontraron pulso. Débil, pero aún así estaba ahí.

Y si aún respiraba, aunque fuera poco, entonces aún tenía esperanzas, aunque fueran pocas.

¿Cómo explicarlo? Mi amor por Sebastián era tan inmenso que a veces me costaba contenerlo en mi ser. Quería que todos lo supieran, pero, sobre todo, yo quería que él lo supiera. Rogaba a cualquier ser superior que me diera la oportunidad de poder hacérselo saber una vez más. Cuando estuve enajenada, hice cosas sin pensar, empezando por esta locura de casarme.

Y ahora Sebastián está colgando de un hilo o de un alambre, a un paso de la vida o la muerte. Y si él moría, con certeza yo también.

-¡Bájate rápido!-dijo uno de los policías abriendo la puerta del carro.

-S-Sebastián, ¿usted sabe cómo está? ¿Está vivo? -dije con angustia.

-¿Sebastián? ¿El cura? ¡Qué descaro! ¿Ahora le importa la vida de el cura?-

-Sí, después de que lo intentó matar -decían los presentes con desaprobación en sus miradas.- Mejor muévete, Mujer de Judas -repitió mientras me empujaban entre todos.

"Mujer de Judas", el apodo que me puso un periodista cuando me sacaron a golpes de la iglesia.

-Y no te acomodes mucho, mañana te vas a la capital-dijo uno de los funcionarios cerrando la reja de mi celda.

-¿A la capital? -dije exaltada.

-¿Qué? ¿La princesita tiene miedo?-dijo una de mis ahora nuevas compañeras de celda.- Tranquila, mamita, que no te conseguirás más que unas ratas -dijo en tono burlón.

-Pero muy grandes-terminó la frase otra de las muchachas. Acto seguido soltaron unas carcajadas humillantes.- Tienes esos ovarios bien puestos para matar a un curita. Así que los tendrás para unas ratas; ¿o en tu castillo no hay? -asintieron con la cabeza todas.

-¡Cállense! ¡Él no está muerto! -grité en mi desesperación.

-Ah, no. Aquí tú no nos mandas a callar -la más robusta se acercó a mí, poniendo su mano en mi cuello y haciendo presión, mientras las dos restantes me acorralaban. -Procura tener esa boquita cerrada. Afuera quizás mandas tú... aquí mandamos nosotras -dijo dándome un último apretón que me dejó sin aire.

Mientras volvía en mí, resonaba algo en mi mente: "Afuera quizás mandas tú"... Ni siquiera allí mandaba yo, en mi vida mandaban todos... menos yo. Y las pocas veces que tomaba una decisión por mí misma, me dedicaba a hacer estupideces como querer casarme con un hombre que no amo.
Me iba a casar con Julián Morera sólo por despecho, porque Sebastián me había dejado con el corazón roto. Si no se me hubiese ocurrido eso... Quizás Sebastián estaría bien.

Mi papá me envió a Suiza al enterarse que había tenido amores con un ahora cura, donde, por sorpresa, llegó una hermosa niña a quien llamé Gloria. Pero sometida por mi hermano Bartolomé, que en paz descanse.. y llena de miedo, se la di a Joaquina Leal, su amante y una de mis amigas.

Trato de no pensar mucho en ese día, pero cuando la tuve en mis brazos sentí amor de nuevo. Y ahora quizás la había perdido para siempre.

Todos habían decidido también que yo soy culpable de un acto tan despiadado como atentar contra la vida de un cura.

Un cura... Eso era para todos allá afuera. ¿Pero qué era para mí? Más que un cura. Era el padre de mi hija, mi primer amor y el último. Porque cuando Sebastián se metió a cura algo murió en mí al saber que ya no lo tendría, ¡porque había elegido a Dios antes que a mí! Y nuestro amor. Sin Sebastián no puedo sentir nada. Nada más que rencor.

Pero metida aquí sé que morirá la parte de mí que sigue con vida sin saber nada de él, sin saber si vive o muere.

Sebastián, por otro lado, había decidido que lo nuestro tenía que acabar.

Sebastián, ¿qué hago para dejar de amarte? Porque según tú tu camino es otro: tu camino es con Dios, tu deber es con él y los hábitos.

¿Pero y tu deber conmigo? -pensé.

¿Yo no significo nada? Cuando estuvimos juntos, todo fue tan intenso y se sintió tan real para mí que no puedo aceptar que hayas querido renunciar a lo nuestro. Pero si vives y nada cambia en ti, y quieres seguir con tus hábitos, supongo que tendré que aceptarlo. Creo que no me importaría porque solo quiero que estés bien.

Mi padre, mi madre, mi hermano, el mundo entero está decidiendo sobre mí. No me parece justo, pero tal vez tenían razones. No podía actuar de manera sensata. Después de todo, ¿no es pecado que un cura esté enamorado?

A Sebastián seguro que le preocuparía cometer algunos pecados, pero para mí es al contrario: iría al infierno por él. Y si tuviera que quedarme allí por alguna razón, lo haría. Vería el mundo arder por Sebastián.

Lástima que él no pensara así. Aunque hace unas horas, en la iglesia, cuándo lo encontré al borde de la muerte en el confesionario, dijo que me amaba. Esas palabras, al igual que todos estos pensamientos, resuenan con fuerza en mí.

Una parte de mí ni siquiera se da cuenta de lo que ha pasado. Solo espero con ansiedad que sea más tarde, porque quizás, aunque lo dudo, la noche me traiga algo más que angustia, quiero saber si él está bien. Y eso, además de salvar mi alma, me sacaría de este lúgubre lugar.

-Oiga -le dije a uno de los funcionarios que estaba cerca de mi reja-. Tengo derecho a una llamada.

-¿A quién quieres llamar? ¿Al cura? -dijo sarcásticamente-. Como bien sabes, en el pueblo los chismes corren rápido y ya andan diciendo que el cura y tú... -paró para verme despectivamente-. Tenían amoríos... Que sea rápido, dictame los números. -Me pasó el teléfono por la reja que colgaba del cable.

-Ni a usted ni a nadie le incumbe.- dije.

-¿Entonces sí tenían algo? -dijo una de mis compañeras de celda-. ¿Te gusta matar a todos tus novios? -rió-. Es pecado que un cura esté enamorado. ¿Hicieron algún sacrilegio en plena
iglesia? -Volvieron a reír.

-Bueno, ya. Silencio -dijo el funcionario.

-¿Sabe que? no tengo a quién llamar por ahora - ignoré por completo los comentarios y me límite a devolver el celular-. Gracias -dije, dándome la vuelta mientras frotaba mi brazo ansiosamente con mi mano, para luego sentarme.

Dije que no tenía a quién llamar porque mi padre estaba furioso por mi intento de escape y robo, si, me iba a casar sin su consentimiento y me iba a robar su dinero. Mi madre... destrozada y sin poder hacer nada. Y mis amigas, pues... no estoy segura de qué tan amigas seamos. Le pedí a Ricarda, una de mis amigas, que me ayudara escondiéndome en su casa y se negó.Cuando yo no lo hubiese dudado dos veces. Y las demás estarán muy ocupadas resolviendo sus propios líos para ayudar a una asesina como yo, ¿no?
Pero seis mujeres estuvimos en la iglesia esa noche y éramos complices, de una manera u otra.

La Mujer de JudasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora