Capitulo Diez

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Nikolai

—Mierda —dijo Mikhail cuando termine de contarle lo sucedido— ¿y el ex-marido tuvo algo que ver?

—Al parecer no. Envíe a un par de mis hombres a interrogarlo, y por más que presionaron, el tipo no dijo nada.

—¿Presionarlo o torturarlo?

—No me juzgues, ese tipo era una mierda. Se lo merecía. —dije sin despegar la mirada sobre los papeles sobre mi escritorio.

El asintió y siguió en su computador jugando su juego de gatos que salvaban al mundo.



Después de unas horas de plática, Mikhail se fue a dormir, y yo me fui a mi habitación, donde Mila estaba sentada en el suelo viendo la televisión.

—¿No tienes televisión en tu cuarto?

—No tengo Netflix en mi cuarto —corrigió.

Rodé los ojos y me recosté en mi cama.

—¿Que quieres para cenar? —pregunté— Tengo antojo de carne.

—Salte a cazar.

Le aventé un zapato que esquivo sin parpadear.

—Pide lo que quieras —se encogió de hombros, mientras se acurrucaba en su manta.

Desde pequeña, Mila siempre acostumbraba a recostarse en el suelo.

Primero, lo hacía en el tiempo de calor, pues decía que el piso estaba muy fresco.

Pero después de que la secuestraron, lo hacía también en tiempo de frío.

Nunca nos quiso contar exactamente qué fue lo que sucedió, pero si quienes fueron.

Los Andreyev.



Mila tenía siete años y estaba en el parque con mi madre.

Mientras ella jugaba con sus amigas, la mujer hablaba con la madre de una de las pequeñas.

Pero se concentraron tanto en su mundo, que no fue hasta quince minutos después, que se dieron cuenta de que Mila no estaba por ningún lado.

Comenzaron a preguntarle a los niños y a las niñas si la habían visto, a lo que ellos respondían que no, y que la última vez que la habían visto, ella estaba en los columpios.

Mi madre regresó a la casa después de una hora de no encontrar a Mila.

Estaba paranoica. No dejaba de gritar y de llorar, diciéndonos que hiciéramos algo.

Pero después mi padre también comenzó a gritarla.

Y a golpearla.

Él jamás había sido de esa manera, siempre había sido un padre y esposo ejemplar.

Ni siquiera con sus víctimas era tan violento, y si lo hacía, siempre se aseguraba de que Mila y yo no estuviéramos presentes, ni siquiera nuestra madre.

Siempre procuro no obligarnos a nada, ni siquiera a ser líderes de la organización.

—Si no es lo que quieren, no tienen porque hacerlo.

Eso nos decía siempre.

Ni Mila ni yo queríamos, así que el paso años buscando un digno heredero.

Lo único que él quería era que ambos tuviéramos una infancia normal, pues fue nuestro abuelo quien lo obligó a encargarse de todo.

Y fue nuestro abuelo quien lo hizo casarse con la mujer que nos dio a luz.

Y a pesar de que pasaron años sin amor, poco a poco se fueron enamorando, y decidieron quedarse juntos aún después del fallecimiento de mi abuelo.

El la adoraba, y siempre le recordaba lo hermosa que era.

Pero todo eso desapareció tras el secuestro de mi hermana.

Primero, comenzó a desquitarse con sus víctimas, dejando a la mayoría inconsciente y con graves daños físicos.

Después siguió con mi madre quien, aunque sabía defenderse, se sentía culpable de que mi hermana no apareciera.

Y al final, se fue contra mi.

Yo ya sabía defenderme, pero tenía tan solo diez años, era obvio que no podría contra un hombre de treinta y cinco.

Tres meses después tocaron a nuestra puerta en la madrugada, y uno de los hombres de mi padre nos despertó muy apurado, y cuando bajamos las escaleras, una Mila bañada en sangre nos esperaba con los ojos llorosos y un martillo ensangrentado en su mano derecha.

—Perdón —nos dijo con su vocecita.

—¿Que hiciste? —preguntó mi madre.

—No me dejo de otra. O lo mataba yo, o me mataba él a mi —dijo antes de romperse a llorar.

Me acerqué corriendo a ella y la abracé, sin importarme si me manchaba de sangre.

Le quite el martillo de la mano y ella cayó al suelo.

Ambos caímos al suelo, llorando.

Mila había nacido con una bondad impropia de este mundo.

Mi padre ni siquiera creía que un ser tan puro haya sido su hija.

Pero todo eso se perdió tras el secuestro.

Ella se volvió triste y lloraba a diario.

Mi madre comenzó a ignorarla, y a veces la miraba con miedo, lo cual le garantizaba una golpiza de mi padre, quien la culpaba de que su hija hubiera hecho eso.

Eso ocurría a diario, y siempre tuve que taparle los oídos a Mila ante los gritos de la mujer.

Hasta que un día mi madre ya no apareció.

Sangre y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora