Capitulo 3 Solo no hubieras dicho nada

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Parece que tienen detenido a Mauro. Lo veo muy... como que muy decaído, parece que aún no se cree lo que le está pasando, como si no tuviera ganas de vivir.

Si sigue con esa actitud, las cosas no le irán bien, y no solo para él.



Sabía que había hecho todo un alboroto, que armó una escena, hizo que Rocío se asustara; Mauro culpó al estrés del momento, «si hubiera actuado diferente, de seguro ella me habría reconocido», un pensamiento nacido de la negación surgió.

La patrulla se detuvo frente a la comisaría, de un solo piso pero que destacaba por su pintura verde oscuro, ya opacada por años de luz de sol.

Dentro, las paredes de ladrillo viejo estaban manchadas y desgastadas. El rancio olor del café y desinfectante flotaba en el aire, mezclándose con la tensión y la ansiedad que parecían ser permanentes en ese lugar. Los oficiales se movían con una mezcla de rutina y aburrimiento. A él lo llevaron directo a una celda; el oficial que lo custodiaba le explicaba el procedimiento que debía seguir, claramente Mauro estaba ausente a su voz, pero no a su nada lindo entorno.

Solo había una única celda en el establecimiento, ese día estaba vacía, era aún más lúgubre que la entrada de la comisaría. Por instinto, Mauro se detuvo en la entrada a la celda, no era una situación en la que nadie quisiera estar.

— Aquí estarás, hasta que te llamemos — dijo el guardia, que se dio cuenta de que no le había prestado atención. Lo empujó suavemente dentro, cerrando la puerta de barras con un estruendo seco.

El ligero golpe lo trajo de vuelta a sí y se quedó viendo cómo el oficial se marchaba por donde habían entrado.

Más allá de una pequeña litera que no tenía siquiera una sábana, en esa celda no había nada más. Los minutos que se quedó de pie observando el lugar solo le sirvieron para notar una segunda puerta en la pared del fondo, probablemente conectada a un estacionamiento. Todo en ese espacio rezumaba una sensación de abandono y frialdad.

Con cuidado, Mauro se dejó caer al suelo. Sus pies ya se quejaron de estar parado sin hacer nada, comenzó a morderse sin fuerza el labio, mientras su cabeza se inclinaba hacia adelante en pequeños cabeceos, sin propósito. El débil eco de la puerta cerrándose seguía resonando en su mente, una y otra vez, como si su cerebro se aferrara a ese sonido en busca de una inútil distracción.

Intentó concentrarse en cualquier otra cosa, pero el dolor repentino hecho por la picadura de un mosquito en su brazo lo devolvió bruscamente a la realidad. Chasqueó los dientes con frustración y con un golpe rápido se deshizo del insecto. Fue en ese momento cuando sus ojos cayeron sobre su propia mano. La piel estaba demasiado tensa, casi enfermiza y cada uno de los tendones de los dedos se marcaban con nitidez bajo la superficie. Sus dedos estaban más delgados y una de sus uñas estaba rota, dejando un borde irregular.

Con manos temblorosas, desabotonó los únicos tres botones que quedaban de su camisa.

— Pero si no me... — susurró, interrumpido al abrirla mientras un escalofrío recorrió su cuerpo al descubrir las innumerables cicatrices que adornaban todo su torso y abdomen. Eran profundas, irregulares.

— ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios! — dijo entre jadeos constantes.

El eco de sus propias palabras parecía rebotar en las paredes de la celda. No había dudas: esas cicatrices eran del ataque de anoche. El ataque que casi lo mata. ¿Cómo había sobrevivido? ¿Cómo estaba ahí, respirando, cuando todo indicaba que debería estar muerto?, eran los pensamientos que invadían su mente.

MAURODonde viven las historias. Descúbrelo ahora