II

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Chester no recordaba una sola vez en la que la gente le hubiera mostrado amabilidad. Desde que tuvo memoria, la aldea le había sido hostil, tratándole como si fuera un engendro del mal. Se rumoraba que poseía la oscura facultad de leer las mentes, un don que, según decían, solo podía ser concedido por Satanás en persona. Así fue como le adjudicaron el apodo de "niño maldito", un título que le acompañó durante toda su vida, tan constante como el aire que respiraba. Al principio, durante su niñez, el desprecio de los otros niños le había herido, le había hecho sentir la mordedura de la soledad, pero con el paso de los años, Chester llegó a la conclusión de que no necesitaba de nadie. Nunca lo había necesitado.

Ahora, en el lúgubre y húmedo calabozo, donde el frío se colaba por las piedras desgastadas y la oscuridad parecía apretar cada rincón, esbozó una pequeña sonrisa, cargada de una amarga ironía. Su situación le resultaba casi cómica. Un día entero había pasado sin que alguien se dignase a llevarle un mísero pedazo de pan. ¿Acaso pensaban dejarle perecer de inanición? Relamió sus labios secos, sintiendo cómo el sabor rancio del encierro se le pegaba a la garganta, y suspiró pesadamente, como quien lanza un desafío al vacío.

Fue entonces cuando el silencio de la celda fue roto por el chirrido de hierro oxidado que anunció la apertura de la puerta. El pelirrojo alzó la vista, con una chispa de entretenimiento en sus ojos.

"Buenos días" dijo con una voz cargada de sorna, sin molestarse en levantarse.

El soldado no respondió, ni siquiera le dirigió una mirada. Simplemente le agarró con rudeza, le esposó las muñecas con grilletes que hicieron un frío eco en la sala, y le sacó de la celda con un tirón brusco. Él no opuso resistencia; sabía que luchar contra aquella autoridad no le traería más que otra ronda de golpes, y aunque el dolor ya le era conocido, no lo disfrutaba. Mientras subían las largas y desgastadas escaleras de piedra, alzó la vista y no pudo evitar dar un vistazo a su alrededor. La fortaleza, aún en su desaliño y humedad, tenía una grandeza innegable. Las piedras con las que había sido erigida parecían contenedoras de siglos de historias y batallas, y las antorchas colgadas en los muros iluminaban el sendero con parpadeos incandescentes. A lo lejos, se oía el murmullo constante del viento golpear las almenas, como si el mismo aire llevara consigo secretos olvidados.

Finalmente, los guardias se detuvieron frente a una gran puerta de madera maciza, tallada con símbolos antiguos que Chester no reconocía. Uno de ellos golpeó tres veces, con firmeza. Tras un momento, una voz femenina, autoritaria y segura, respondió desde el otro lado:

"Adelante."

La puerta se abrió con un rechinido prolongado, y fue empujado hacia dentro. La sala que lo recibió estaba adornada con armas y escudos, vestigios de incontables batallas. En el centro, de espaldas a él, se hallaba la reina. La armadura de cuero oscuro ceñía su esbelta figura, realzando el porte de alguien que no era ajeno a la guerra ni a la victoria. No era secreto para nadie que la soberana lideraba a sus ejércitos en cada batalla, una decisión poco común entre los monarcas, pero ella lo consideraba una ofensa inaceptable dejar sus victorias en manos de otros. Era su reino, su sangre, y sus triunfos. Chester no pudo evitar que una ligera sonrisa curvara sus labios al verla. El cabello largo de la reina, recogido en dos severas coletas que caían sobre sus hombros, brillaba bajo la luz del sol. En ese instante, tuvo que admitirlo: la reina se veía increíblemente hermosa e imponente.

Ella giró su cabeza con lentitud, clavando sus ojos oscuros en Chester, evaluándolo, como si estuviera sopesando el valor de cada uno de sus huesos.

"No creas que he olvidado lo de ayer." dijo con frialdad, con su voz tan cortante como el filo de una espada recién forjada. "Te he sacado de ese agujero inmundo porque no necesito que mueras de hambre... todavía."

[KISMET] \ (Mandy x Chester)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora