𝟒. 𝐑𝐞𝐮𝐧𝐢𝐨́𝐧

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Max sostenía en sus manos un ramo de flores de cempasúchil, el vibrante color anaranjado contrastando con la suave brisa otoñal que se filtraba por la ventana. Respiró hondo antes de escuchar el sonido de la puerta. Dejó las flores con cuidado sobre la mesa y caminó hacia la entrada. Al abrir la puerta, ahí estaban: Charles, Fernando Alonso, Lance, George, Lewis... y detrás de ellos, los padres de Checo, junto a su cuñado Toño. Max los observó con una sonrisa tenue, pero sus ojos comenzaron a humedecerse. Sabía que aunque todos estaban presentes, alguien faltaba para que el círculo estuviera completo. Sin embargo, alejó ese pensamiento, sabiendo que en su corazón su esposo, Checo, siempre estaría con ellos, de una forma u otra.

—Bienvenidos —les dijo, con una voz cargada de emoción, mientras los invitaba a pasar.

Los guió hacia la sala, donde el altar de muertos ya estaba casi completo. La foto más grande, la de Checo, ocupaba el lugar central. Alrededor, otras imágenes de pilotos que también habían dejado este mundo, sus rostros iluminados por la cálida luz de las velas.

—Es hermoso, Max —dijo su suegra, la madre de Checo, llevándose una mano a la boca mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Su esposo, conmovido, la abrazó por los hombros, sus propias lágrimas rodando lentamente por su rostro, pero con una leve sonrisa hacia Max, reconociendo el esfuerzo y el amor que había puesto en cada detalle.

Max, sintiendo el peso de la emoción colectiva, abrazó a sus suegros. Los demás miraban la escena con un aire de nostalgia, sabiendo que el vacío que había dejado Checo en sus vidas era imposible de llenar.

—Bueno, ya basta de lágrimas, que seguro a Checo le hubiera gustado que hoy estuviéramos felices —dijo Toño, limpiándose disimuladamente una lágrima rebelde. —Además, solo me entró un poco de polvo en el ojo. —El comentario hizo que los demás soltaran una ligera carcajada, aliviando un poco la tensión en el ambiente.

—Bueno, vamos a terminar el altar —añadió Don Toño, y todos se pusieron manos a la obra.

Los hombres se encargaron de acomodar las últimas flores de cempasúchil, trazando con cal los caminos que guiarán a las almas. Doña Marilú, por su parte, estaba en la cocina preparando los platillos favoritos de Checo y de algunos de los otros pilotos recordados en el altar. Pronto, el olor a comida casera llenó la casa, recordando a todos la calidez de la vida familiar, aún en medio del duelo.

—Ándale, Max, acomódame estos platillos, por favor —dijo Doña Marilú, llamando la atención de su yerno, mientras los demás ayudaban a poner en su lugar los alimentos.

Entre risas, el estómago de Alonso rugió, seguido por George, quienes se mordían los labios con anticipación, al parecer traían mucha madre.

—No se preocupen, chicos —dijo la mamá de Checo con una sonrisa .—también les preparé comida. Pero acomoden primero, y luego servimos.

Una vez que los platillos estuvieron dispuestos, Max tomó una lata de Red Bull y una Coca-Cola, colocándolos con cuidado frente a la foto de su esposo. Sabía cuánto le gustaba a Checo esa combinación, y la pequeña ofrenda parecía una muestra de su eterno cariño.

El altar quedó perfecto. Las velas brillaban intensamente, el aroma de las flores llenaba el aire, y las fotografías parecían cobrar vida bajo el suave resplandor. Era un tributo digno de alguien tan amado.Un llanto suave rompió el momento.

—Oh, ya despertó Pato —dijo Max, sonriendo al escuchar a su hijo desde la habitación. Sin perder tiempo, fue por él.

Patricio, el bebé que Max y Checo habían decidido adoptar antes de su muerte, tenía ya un año. Aunque Checo lo había conocido al nacer, el proceso de adopción había sido largo. Pero ahora, Patricio estaba en casa, llenando con su risa y su curiosidad la vida de Max.

Al levantarlo de la cuna, el pequeño  dejó de llorar, mirando a su padre con una sonrisa angelical. Max le devolvió el gesto, besando su frente antes de cargarlo hacia la sala. Cuando entraron, todos los presentes se iluminaron al ver al pequeño. Patricio era como un faro de esperanza, un recordatorio de la vida que continuaba. Sus amigos y Su familia le hicieron caricias, sonriendo al verlo tan lleno de energía y curiosidad.

Pero fue entonces cuando Patricio, con su pequeña cabecita ladeada, fijó su atención en algo. Sus ojos grandes y brillantes se enfocaron en el altar, y más específicamente, en la foto de Checo. Señalando con su diminuto dedo, murmuró en voz baja:

—Pa...Pá.

El silencio cayó sobre la sala. Todos, desde sus suegros, su cuñado y hasta los pilotos, quedaron inmóviles, observando cómo el pequeño reconocía a su papá en la foto.

Max, con los ojos llenos de lágrimas, se agachó suavemente para estar a la altura de su hijo, sosteniéndolo con delicadeza mientras lo acercaba más al altar.

—Sí, cariño, ese es tu papá Checo —susurró Max, con la voz quebrada por la emoción.

Patricio sonrió, satisfecho con la explicación, y se acurrucó contra el pecho de Max, sin dejar de mirar la imagen de su papá. Max lo abrazó más fuerte, dándole un beso en las mejillas, sintiendo cómo las lágrimas caían, pero esta vez no solo de tristeza, sino de amor. A pesar de la ausencia de Checo, él seguía presente en cada rincón de esa casa, en cada mirada de su hijo, en cada latido del corazón de Max.

El altar no solo era un lugar de recuerdo, sino un espacio para honrar la vida, el amor, y las conexiones que trascienden incluso la muerte.

𝐂𝐚𝐫𝐭𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐂𝐡𝐞𝐜𝐨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora