Parte 5

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Al llegar al lugar, nos bajamos todos del bus y algunos quisieron bañarse, así que se pusieron sus trajes de baño. Nos estacionamos a orilla de carretera, donde en la parte de al frente, había un montón de galerías donde yo, con $2.000 que me prestó el profesor, me compré una honda, igual a la que tiene Bart Simson. Para llegar a los saltos, había que pasar por un camino bastante definido de tierra ya seca por el calor que hacía, a medida que me iba asercando, se iba oyendo con más claridad es hermoso ruido del agua, y el frió de las minúsculas gotas que nos golpeaban a todos en la cara y nos refrescaban. Cuando estuvimos parados justo en frente de aquella majestuosa colina por donde caía el agua como en cámara lenta, estaba lleno de turistas y algunos muchachos guapos, vi que todos mis compañeros se metían al agua y no tenían ni un respeto ni por su propia vida. Cruzaban el río nadando a penas con sus delicaduchos brazos de nadadores principiantes, justo al lado de el lugar donde cruzaban todos al otro lado, había una enorme roca rodeada de musgo, los más valientes se aventuraban a lanzarse de ella al posón que dominaba en la profundidad del rió, pues por las orillas era posible pisar las piedras que nos sostenía aun arriba, pero un mal paso nos podría llevar a la desgracia, porque ni el más alto de mis compañeros, que media casi  2 metros de alto, lograba pisar con seguridad el fondo de aquel que más tarde, seria la pesadilla de muchos. la corriente era cada vez más fuerte y apenas podían seguir cruzando. Yo nado desde los 5 años, se nadar bastante bien y precisamente por eso se cuando me conviene y cuando no, arriesgarme y dármelas de valiente, esta vez sabía que no era conveniente ni para mi, ni para nadie, pero la diverción nos había ganado a todos. 

Paola era asmática igual que yo, pero nunca aprendió a controlar bien su respiración, era torpe y no sabía nadar, ella como todos los demás quiso pasar al otro lado del río... grave error.

Mi idea era tirarme un poco cerca de las rocas, así al salir no me llevaría la corriente, y así fue, quedé agarrada de una de las últimas piedras de las que lograría sujetarme, mientras tanto, Andrea y Annays, abrazadas y asustadas estuvieron a punto de caer en un destino, literalmente capaz de ahogarlas sin dificultad.

Paola se lanzó justo después de mi, pero ella se lanzó más a la parte de en medio, justo donde la corriente era más fuerte. Claramente no fue su mejor decisión, de todos modos sería la última que tomaría en su corta vida.

Mientras sacaban a Annays y Andrea del agua, una de mis compañeras gritó su nombre ¡Paola!, todos volteamos, incluyéndome, quise acercarme a ella, pero si me soltaba moriría yo también.

En los pocos segundos que pude verla caer por los 6 metros de agua hacia abajo, más los 2 metros de rocas que a la caída la esperaban para terminar su agonía, pude ver cómo el brillo maravilloso de sus ojos negros se apagaba, su mirada se tornó mansa y no movió ni un músculo, solo nos vio a todos como despidiéndose con... su mirada, su mirada, su mirada. Un silencio invadió el lugar, a pesar del ruido y el revoltijo de correteadas buscando al profesor. Ella terminó de mirarnos a todos y se dio vuelta mirando hacia la cascada que la esperaba para devorarle los sueños, se golpeó en una roca y lo último que le logré ver fueron sus brazos cayendo por aquella cascada devoradora de almas  y se le apagó la vida.

Todo eso, pasó en un par de segundos que me parecieron horas enteras, era el tiempo más lento del mundo. Cuando alguien, no estoy segura quién, quiso sacarme del agua, yo me aferraba a la roca esperando un milagro, verla salir triunfante de las aguas turbulentas de la muerte, pero no fue así. Resignada salí del agua y vi unas cosas tiradas, zapatillas, shorts y unas chalas, toalla y polera, todo eso era suyo, lo recogí y acomodé en mis brazos y caminé hacia el bus lento, por el mismo camino por el cual llegamos al lugar sin tener idea de que alguno de nosotros no regresaría a casa.

Llegué al bus con la mirada perdida en el vacío, con la escena pegada en las pupilas. llegué y habían unas personas llorando, todos me miraron por que venía con sus cosas y ahí estaba él, sentado, tapándose la cara intentando no llorar. Me paré con dificultad en frente de él y le dije:

-Estas son sus cosas, ¿sabes donde puedo dejarlas?

Se levantó, las tomó en sus brazos y ya no pudo más, estaba derrumbado:

-Paola perdóname, estuvo mal, te hice daño, princesa.- desconsolado por la resignación de jamás volverla a ver, se desplomó en mis brazos y rogó su perdón, como un niño pequeño pidiendo perdón a su madre por robar un dulce, Ricardo pedía perdón a Paola por haberle robado el corazón y después haberlo roto.

Le entregamos las cosas a una apoderada y subimos al bus, Ricardo y yo nos sentamos juntos, lloró en mis piernas hasta que se le secó el corazón y no hubo nada más que sacar, no dejó llanto de reserva para futuras penas, pues para él no habria una peor que la que estaba viviendo en ese preciso instante.

Pasaron unas horas, creo. no tenía bien definida la noción del tiempo. Los apoderados decidieron que lo mejor era que nos fuéramos a casa, los que quedábamos. El profesor se quedaría a colaborar con la búsqueda, pero antes pasó lista. Todos dijimos, como nos enseñaron, presente profesor, pero cuando tocaba nombrar a Paola hubo un silencio absoluto, no voló una mosca y nadie movió un músculo, todos con pena en la mirada.

Partimos al principio nadie articulaba una sola palabra, pero al cavo de unos 20 minutos cuchicheaban. Ricardo miraba al techo como drogado y le corrían las lágrimas por las mejillas, tenía hambre, lo noté, así que le di lo que me quedaba de mi colación, se quedó dormido y lo cubrí del frió de la noche con mi fresada café que me dio mi abuela. Más tarde volvió a despertar perturbado, yo no dormí en todo el viaje, le conté un par de historias sacadas de mi imaginación, historias con final feliz, para subirle el ánimo, él me hacia preguntas a cerca de los personajes y se mostraba entusiasmado. Luego preguntó sobre mi noviazgo recién terminado y, bueno se lo conté, no era una bonita historia, pero él quería saberlo, terminé llorando yo también, le narré la historia con tanta pasión y alevosía que hasta él se emocionó y me abrasó. La ausencia de Paola consumía todo, las paredes, los bolsos, la comida, a nosotros.


A mitad de camino le dio un ataque de asma a Camila y a Javiera, no respiraban prácticamente, estaban agitadas y nerviosas, les presté mi inhalador, pero no sirvió de mucho así que tuvimos que parar en un hospital de un pueblo que quedaba de camino, bastante cerca de donde estábamos. Estuvimos ahí un buen rato, comimos nuestras colaciones, lo que quedaba, más algo que nos dieron los apoderados, ventilaron el bus y nosotros esperábamos afuera a nuestras compañeras, preocupados.

Al fin llegaron ellas, mucho mejor, pero con un aspecto como de un zombie, subimos al bus y continuamos el viaje, todo transcurrió tal cual como transcurría antes de la parada en el hospital. Al llegar a Villarrica, al liceo, nos esperaban nuestras padre, pero en mi caso, solo mi madre y mi abuela, más atrás de la multitud divisaba a mis profesores, incluyendo a la profesora que el primer día casi hace que me de un infarto con su mirada.  Corrí hacia ella y le dije.

-Profesora, yo la vi, la vi, la vi y no pude hacer nada, yo la vi, estaba ahí, pero ya no lo estará más.

La mujer soltó las lágrimas y me abrazo con fuerza, ella también estaba devastada, Paola había arrasado con un mar de sentimientos encontrados a todo aquel que la había conocido, su presencia nunca fue muy notoria, pero una vez que estuvo ausente no había nadie que negara la falta de algo, o mejor dicho, alguien importante.

Mi madre y mi abuela fueron a mi encuentro y casi me asfixian a besos. Nos despedimos de la profesora y de algunos conocidos de mi abuela, una mujer muy popular, digamos. Subimos al auto y nos fuimos directo a la casa, llegué, me saque el abrigo tiré el bolso a mi cama y sonreí sin ganas, cerré la puerta con llave y apenas me puse el pijama me dormí encima del desorden de mi habitación.

No desperté hasta el otro día con unas ojeras de muerte, pálida y seguía cansada, me dolía la espalda, como si tuviera una mochila enorme sobre mi espalda, me senté en el colchón levitando de sueño, miré un  rato mis zapatillas y de pronto un sentimiento de culpa se apoderó de mi pecho, formando un nudo en mi garganta y eché a llorar como una loca.



El tiempo más lento del mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora