8. somos igual que estas canciones

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—¿Estás seguro de esto, Juanjo? No tenemos por qué entrar. Podemos, no sé, irnos a dar una vuelta, o lo que prefieras. No tenemos que quedarnos si no estás animado.

—Tranquilo. Puedo hacerlo. A decir verdad, creo que me vendrá bien olvidarme de todo durante un rato, aunque sea.

—Vale, pero si vuelves a sentirte mal me avisas y nos vamos.

—Claro. Gracias, Martin.

Juanjo le regaló una sonrisa tímida totalmente desconocida. Martin se encargó de recogerla con sumo cuidado, asimilarla y aceptarla. Guardarla en su mente como recordatorio de esa faceta del mayor, más personal, que no había podido vislumbrar hasta esa misma mañana cuando le encontró completamente roto.

Sentía todavía atisbos de la angustia que se apoderó de su ser al sostenerlo entre sus brazos, como una estatua de cristal que podía destrozarse en cualquier instante. Juanjo, el hombre más seguro de sí mismo, temblando como un animalillo abandonado a la merced de miles de depredadores.

Recordó el sudor frío, fruto de los temblores que consumían su cuerpo de arriba abajo, empapándole la camisa. Lo irónico de la situación si lo comparaba con meses antes, cuando el sudor también se adhirió a sus cuerpos como una segunda piel, pero por un motivo muy diferente.

Cuando finalmente dejó de llorar y se separó de él, su mirada se había apagado por completo, sin restos de los destellos feroces que solían adornar sus pupilas habitualmente.

Y Martin se sentía capaz de atrapar rayos del jodido sol para que pudieran volver a brillar.

Bajaron de la limusina para encontrarse frente a un local abismal. La base de reggaeton retumbaba en las paredes llegando a sus oídos sin necesidad de entrar. Martin le preguntó de nuevo a Juanjo simplemente con la mirada, y el mayor asintió, inspirando con fuerza y dirigiéndose a la entrada con andar determinado.

El inconfundible olor a tabaco y alcohol caro adormeció sus sentidos mientras se dirigían al reservado en el que pasarían la velada. Allí les esperaban numerosos compañeros de renombre, fácilmente confundibles con tiburones sedientos de dinero y poder.

—¿Vamos? —preguntó Martin, con dudas todavía carcomiéndole.

—Vamos. —afirmó Juanjo, disipándolas con una simple sonrisa.

Las luces de la discoteca se reflejaban en los caros zapatos y lujosos trajes. El ambiente era pesado, una especie de burbuja de aire intimidante, que dejaba claro el grado de importancia de los presentes, quienes bebían y charlaban tranquilamente sin dejar de observar a su alrededor.

Una de las cualidades más notorias de los pertenecientes al mundillo de los negocios era la capacidad de estar alerta en todo momento, en cualquier situación. Nunca se sabía cuando una magnífica oportunidad podía llamar a la puerta, y el simple hecho de estar despistado podría hacerte perder millones y millones de euros. Y eso, para la mayoría, era símbolo de ruina.

Martin no reconocía ni a la mitad. Todo rostros sin nombre que parecían analizarle de arriba abajo, sin poner ningún tipo de filtro a sus pensamientos y con el único objetivo de clasificar su valor como persona según su alcance económico. Así iba la cosa: los ideales y virtudes quedaban totalmente eclipsados por el dinero que manejan, haciendo que los mayores emprendedores fueran todos unos hijos de puta.

Mentiría si dijera que eso fue algo que le causó curiosidad por parte del hombre que se alzaba a su derecha, imponente como siempre. Él podía tener la oportunidad de tratar con figuras poderosísimas, pero si estas mostraban un mínimo atisbo de algo que no le gustara, no dudaba en apartarlas de su lado. Esto le hacía sentirse un poquito más orgulloso de sí mismo, porque por el momento se sentía aceptado por el mayor.

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