9. haciendo el ridículo

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Cuando era pequeño, Juanjo solía tener miedo a la noche.

Siempre había sido un chico valiente, como solía decirle su padre. No le daban miedo las alturas, tampoco la oscuridad. Podía soportar estar cerca de insectos y no le agobiaba estar encerrado en espacios pequeños. Solía burlarse de su hermana Denna cuando ésta lloraba al ver un perro grande, mientras él se acercaba a acariciarle a pesar de que el animal doblaba su tamaño.

Pero Juanjo odiaba al sol. Temía el final del destello. Odiaba que esa esfera brillante se escondiera cada día, dando paso a cosas feas y malas. Pesadillas fácilmente confundibles con la realidad, al punto de no saber diferenciar estar despierto o estar dormido.

A veces soñaba con gritos, otras veces los escuchaba de verdad.

En esos momentos, se tapaba fuertemente la cabeza con la almohada y cantaba alguna canción en su mente. La melodía acallaba su entorno y le permitía respirar de nuevo.

En algunas ocasiones, su hermana también sentía ese miedo y se colaba sigilosamente en su habitación, con intención de calmarse mutuamente. Los amaneceres con ella al lado eran mucho más llevaderos, haciendo más sencillo fingir que la noche era producto de su imaginación. Que no ocurría realmente.

Sin embargo, el resto de días, que solía ser siempre, despertaba solo. Las sábanas blancas rodeaban su cuerpo como sogas, aprisionando con fuerza sus extremidades. Ahogándolo. Una capa de sudor frío cubriendo su piel y los golpes y gritos de su madre todavía resonando en su cavidad craneal. Su interior se hacía pequeñito, temblaba de confusión durante unos minutos y finalmente soltaba un suspiro de alivio al ver la luz, sinónimo calma. De 12 horas de paz en adelante hasta tener que volver a la pesadilla.

Y así vivió cada despertar durante 16 años de su vida, hasta que los gritos y golpes se convirtieron en silencio.

Sin contar esas escasas ocasiones en las que Denna acariciaba su pelo durante esos minutos de agonía, Juanjo estaba acostumbrado a calmarse solo. A realizar respiraciones profundas hasta que sus pulsaciones volvieran al ritmo habitual y su organismo detectase que no había nada que temer.

Por eso se sintió raro estar entre los brazos de Martin por segunda vez en menos de un día, mientras los habituales temblores desaparecían a una velocidad directamente proporcional al número de caricias que realizaba el pequeño en su espalda desnuda.

Al igual que la mañana anterior cuando le encontró en un estado parecido, se limitó a sostenerle sin hacerle ni una sola pregunta. Dándole su espacio.

Juanjo no pudo evitar pensar que había hecho para merecer aquello.

—Buenos días, —susurró Martin, incorporándose levemente y dejando al descubierto su pecho desnudo, todavía enredado entre las sábanas, con marcas que relataban la noche anterior.— ¿quieres tomarte algo? Si me dices dónde está la cocina puedo ir a prepárate un té, o lo que prefieras.

—No te preocupes —contestó Juanjo todavía con voz ronca, desperezándose y limpiando un par de gotas de sudor de su frente—, puedo llamar a Chiara y que avise a cocinas. Nos prepararán el desayuno a los dos. ¿Te gusta algo en especial?

—Lo que tú quieras estará bien —murmuró en respuesta, jugueteando con los dedos y sonrojándose levemente.

Juanjo observó con atención su pelo revuelto hacia todas direcciones, las pequeñas legañas en sus ojos, la marca de mordida que no pudo evitar dejar la noche anterior en su cuello.

Y de repente tuvo miedo de no poder verle así de nuevo.

Se vistieron sumidos en un silencio cómodo, acompañado con bromas por lo grande que le quedaba a Martin la sudadera que Juanjo decidió prestarle. No lo admitiría en voz alta, pero fue elegida a conciencia por el contraste que generaba el verde oscuro de la tela con sus ojos brillantes.

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