Capítulo siete: Las casualidades del destino.

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El código postal que había visto en la documentación de Bruno pertenecía a Alcobendas, concretamente a una zona que se llamaba La Moraleja. Me quedé inmóvil en la entrada de la urbanización, sabía que las personas que vivían aquí tenían mucho dinero y me sorprendió que Bruno tuviera una casa en este lugar.

Hacía frío y como de costumbre no me había abrigado lo suficiente, tenía las manos congeladas y la nariz roja. Miré los apósitos que cubrían mis palmas y comprobé que estaban ligeramente manchados de sangre. Mierda. Seguro que con tanto movimiento se me habían saltado los puntos.

A simple vista no detecté ninguna barrera que me impidiese entrar en la urbanización, había dos calles en la entrada, una para los coches que salían y otra para los que se metían. A mano izquierda había unas letras en grande donde ponía "La Moraleja", la zona estaba decorada con césped.

Caminé con discreción hacia el interior sin saber muy bien dónde preguntar por Bruno, tal vez algún trabajador sabía de quién se trataba. Al principio fui por la calle, pero enseguida me subí a la acera para no interferir en la circulación de los coches. Además, no quería que nadie me tuviera que dar un toque de atención. Sin darme cuenta pisé una zona verdosa y un señor se acercó enfadado hacia mí.

-Señorita – señaló con una mano hacia el suelo y usó la otra para sujetar un utensilio de jardinería –. El césped está recién regado, si lo pisa estropeará la zona. Además, no creo que quiera mojarse las zapatillas.

-Lo siento – volví a la acera, me temblaban las piernas y estaba muy cansada.

-¿Se encuentra usted bien? – el jardinero se acercó preocupado y me agarró del brazo para que no me tambaleara.

-Sí, solo estoy un poco mareada – apoyé la espalda en el edificio que había a mis espaldas –. El frío no me sienta bien... – parecía estar al lado de una especie de centro comercial, el hombre se dio cuenta de que mis manos sangraban.

-¡Está sangrando! – me ayudó a sentarme en un banco y fue corriendo a llamar a su compañero, comenzaron a hablar entre ellos –. No tiene muy buena cara César, deberíamos llamar a una ambulancia para que la ayuden. Le sangran las manos y está muerta de frío.

-Tal vez viva por aquí, será mejor que la acompañemos a su casa y que sus familiares se encarguen de ella – el otro jardinero me incorporó con delicadeza y llevó hacia el coche que usaban para moverse por la urbanización –. Óscar, tú sigue con el trabajo que yo me encargo de...

-No – le aparté de mi lado, no quería irme con ese señor –. Solo ha sido un mareo, estoy bien – me apoyé en el capó del coche y no pude mantenerme en pie.

Una mujer de avanzada edad se acercó con el paso firme y los brazos repletos de bolsas. Con unos tacones de agujas se paró enfrente de mí y pidió a los jardineros que se marcharan, llevaba un abrigo de piel y el pelo perfectamente peinado. Se quitó las gafas como pudo, ya que las compras que había hecho le dificultaban la movilidad, y me sonrió con dulzura.

-Cariño, ¿pero qué haces sentada en el suelo? – soltó las bolsas que llevaba y me intentó poner de pie, tenía bastante fuerza para la edad que tenía –. Te vas a ensuciar si sigues arrastrándote por la acera... ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te ha pasado en las manos?

-Ayer me corté con unos cristales y tuvieron que darme puntos – le conté el motivo de mis heridas mientras caminábamos hacia su coche, abrió la puerta del copiloto y me sentó con cuidado –. Gracias, señora...

-Vuelvo en un segundito que tengo que recoger las compras que he dejado en el suelo – se alejó con elegancia y dio pasitos hacia las bolsas, regresó enseguida –. Ya estoy cariño. ¿Quieres que llame a alguien para que venga a buscarte? ¿Vives por esta zona?

El sobre negroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora