III. Gritos silenciosos

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El uniforme negro se ajusta como una segunda piel, resaltando cada músculo tenso bajo la presión. Esta mañana todos vamos vestidos del mismo color. Todos los nuevos cadetes llevamos hoy la misma marca: una estrella de cuatro puntas en el cuello indicando que somos de primer año, y un parche de nuestra ala en el hombro, en mi caso, del Ala Cuatro. Una señal clara de nuestra inexperiencia, una advertencia para todos.

El capitán Fitzgibbons comienza a leer la lista de los caídos. El aire, pesado, se siente como si estuviera hecho de plomo, cada nombre pronunciado en voz alta como un golpe.

Cuando menciona a Dylan, mi mirada se desliza hacia Rhiannon, una chica que conocí anoche en la habitación. Su rostro se endurece, pero sus ojos cerrados no pueden esconder el dolor. No grita, pero el silencio que le envuelve es más fuerte que cualquier lamento. Tal vez eran amigos... o algo más.

Un escalofrío me recorre la espalda al pensar que mañana el nombre de alguno de los míos podrías estar en esa lista. Christa, Archie, o... Liam. Dioses, no.

Sacudo la cabeza, tratando de apartar esos pensamientos. No sirven de nada aquí.

—Que sus almas estén con Malek —concluye Fitzgibbons, su voz apagada por la indiferencia de una ceremonia tan repetida.

Es un consuelo vacío. Una última mención, y luego... nada. Solo una lápida con sus nombres y la quema de sus pertenencias. Ni siquiera queda un rastro de quienes fueron. Es cruel, demasiado impersonal, y me doy cuenta de que lo único que deseo es no ser uno de esos nombres. Ni yo, ni mis hermanos.

Los líderes de pelotón, entre ellos Dain, se giran hacia nosotros, sus rostros serios mientras reparten instrucciones.

—Espero que todos hayáis desayunado, porque no podréis comer nada hasta la hora del almuerzo. —dice, como si fuera lo más natural del mundo.

Me aguantaré hasta la hora del almuerzo.

La idea del desayuno me revuelve el estómago. De hecho, lo último que quiero ahora mismo es comer. Nunca he sido de desayunar. Mi cuerpo no lo tolera bien, y hoy menos que nunca, con la idea de tener que luchar en pocas horas. Mi mayor preocupación es no vomitar mientras intento derribar a mi oponente.

Sí, hoy toca lucha.

>> Doy por hecho que los de segundo y tercero ya sabéis adónde ir. —los cadetes que se encuentran delante de nosotros hacen un sonido de confirmación—. Para los de primer año, al menos uno de vosotros debería haberse aprendido de memoria el horario de las clases que os entregamos ayer —asiento, todavía no me acuerdo perfectamente pero en un par de días ya no tendré que preocuparme—. Permaneced unidos. Espero que todos sigáis vivos para cuando nos reunamos por la tarde en el gimnasio de lucha.

Que alentador.

Su tono es tan despreocupado que me pregunto si en algún momento el miedo desaparece por completo.

Después de un comentario del chico gracioso del pelotón, Dain manda a Sawyer enseñarnos el camino a clase.

—¡Tenemos unos veinticinco minutos para llegar a la clase! —nos grita Sawyer—. Cuarto piso, segunda aula a la izquierda en el ala académica. Id a por vuestras cosas y no lleguéis tarde. —y con eso, se marcha hacia los dormitorios sin siquiera mirarnos.

—Vaya guía... —murmuro. Esperaba algo más de ayuda, pero está claro que aquí no hay lugar para el cuidado.

— Es un repetidor. —me informa Christa mientras nos dirigimos a las habitaciones tal y como ha hecho el pecoso—. Me lo dijo mi hermano ayer. Está en segundo curso. —aclara.

Los glaciares ojos de una diosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora