El día siguiente comenzó como cualquier otro en Santa Marina, con el suave vaivén del mar golpeando las rocas y la brisa marina acariciando el pueblo. Pero para Clara, algo había cambiado. Mientras caminaba hacia el café, no podía dejar de pensar en las palabras de Javier y Sofía. El eco de sus conversaciones la perseguía, una mezcla de incertidumbre y deseo, como si una puerta que había permanecido cerrada durante años estuviera a punto de abrirse.
Entró en el café, apagó la alarma y se dispuso a realizar las tareas habituales. Sin embargo, hoy no se sentía con la misma calma de siempre. El aroma del café recién hecho, que solía ser reconfortante, le recordaba que todos sus días eran iguales, como una secuencia repetida. Sin Javier ni Sofía a su alrededor, sus pensamientos resonaban aún más fuerte.
El día pasó sin grandes sorpresas, como casi todos los días en el pueblo. Los clientes habituales llegaron y se fueron, intercambiando las mismas conversaciones de siempre. Pero Clara sentía una incomodidad que no podía ignorar.
Al caer la tarde, Clara se encontraba sola en el café, mirando por la ventana sin ver realmente lo que sucedía afuera. En su mente, el pasado y el presente comenzaban a entrelazarse.
Recordó los días en que era una niña, cuando pasaba horas en la playa tomando fotografías con la vieja cámara de su padre. Había algo mágico en capturar momentos, en congelar el tiempo en un solo clic. Solía soñar con viajar, con documentar el mundo a través de sus ojos, pero esos sueños se habían desvanecido a medida que crecían las responsabilidades.
¿Por qué había dejado que esos sueños se apagaran? La pregunta era incómoda, pero no podía ignorarla más.
La campanilla de la puerta sonó, sacándola de sus pensamientos. Esta vez no fue Javier quien entró, sino un hombre mayor, de aspecto familiar. Era don Manuel, un pescador del pueblo al que conocía desde que era niña. Solía venir al café cada tanto, pero hoy su mirada tenía algo diferente, como si quisiera hablarle de algo importante.
—Clara, ¿tienes un momento? —preguntó él, con voz grave.
—Claro, don Manuel, ¿qué sucede?
El pescador se sentó en una de las mesas junto a la ventana y miró hacia el mar antes de responder.
—He estado pensando en algo estos días... —comenzó, con una pausa deliberada—. Llevamos años viéndote aquí, en este café. Eres buena en lo que haces, pero... ¿no has pensado en hacer otra cosa? Siempre te veo mirando al horizonte, como si esperaras algo más.
Clara se quedó en silencio, sorprendida por la pregunta. No era habitual que los habitantes del pueblo hablaran de esa manera, y mucho menos alguien como don Manuel.
—Es curioso que lo mencione —respondió finalmente—. Últimamente he estado pensando en eso, pero... no es tan fácil.
Don Manuel la miró con ojos sabios, llenos de las experiencias que la vida en el mar le había dado.
—Nada que valga la pena es fácil, Clara. Pero la vida es corta, y si no tomas decisiones, otros las tomarán por ti. Yo también estuve atrapado una vez, pero al final, el mar me mostró que siempre hay algo más allá de lo que vemos a simple vista.
Clara asintió lentamente. Sabía que el viejo pescador tenía razón, pero aún no podía liberarse de la sensación de estar atada a algo invisible. ¿Cómo iba a abandonar el café, el pueblo, la vida que conocía? ¿Y si se arrepentía?
Don Manuel se levantó lentamente y dejó una moneda en la mesa, despidiéndose con una leve sonrisa.
—Piensa en lo que te dije, muchacha. A veces el viento nos lleva por caminos inesperados.
Cuando don Manuel salió del café, Clara se quedó sola nuevamente, pero sus palabras, al igual que las de Javier y Sofía, resonaban en su mente. Todos parecían estar diciéndole lo mismo: que debía tomar una decisión, que debía hacer un cambio antes de que fuera demasiado tarde.
Esa noche, después de cerrar el café, Clara decidió caminar hasta el acantilado, el mismo lugar donde Javier había ido a fotografiar el atardecer. El cielo estaba cubierto de nubes y el viento había comenzado a soplar con fuerza, pero algo en su interior la empujaba a continuar. Necesitaba claridad, necesitaba respuestas.
Cuando llegó al borde del acantilado, se detuvo y miró hacia el mar. Las olas rompían contra las rocas con fuerza, pero el sonido del viento y el agua tenía un efecto calmante en ella. A lo lejos, el horizonte se perdía en la neblina, como si el mundo más allá del pueblo estuviera cubierto por una barrera invisible.
Clara respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire salado. ¿Qué era lo que realmente quería? ¿Era el miedo lo que la mantenía en Santa Marina o era algo más? Recordó las palabras de Javier: "El valor no es algo que tienes o no tienes, es algo que construyes". Quizás tenía razón. Quizás estaba esperando a que el valor llegara a ella en lugar de crearlo.
De repente, una figura apareció a lo lejos, caminando hacia ella. A medida que se acercaba, Clara reconoció la silueta inconfundible de Javier, con su cámara colgando del cuello, como siempre.
—Sabía que te encontraría aquí —dijo él cuando estuvo lo suficientemente cerca.
Clara lo miró, sorprendida.
—¿Cómo sabías que vendría?
Javier sonrió con una mezcla de confianza y misterio.
—Llámalo intuición. Es un buen lugar para pensar.
Clara asintió y volvió su mirada al horizonte.
—He estado pensando mucho en lo que dijiste —confesó, con la voz baja, casi como si no quisiera admitirlo en voz alta—. Sobre el valor, sobre hacer un cambio.
Javier guardó silencio por un momento antes de hablar.
—No estás sola en esto, Clara. Todos tenemos miedo de cambiar. Pero a veces, el miedo es una señal de que estamos a punto de hacer algo importante.
Clara lo miró de nuevo, sintiendo un extraño alivio al escuchar esas palabras.
—¿Y si me arrepiento?
Javier la miró con seriedad, pero también con una calidez que la hizo sentir comprendida.
—Es mejor arrepentirse de algo que intentaste que de algo que ni siquiera te atreviste a hacer. Al final, las oportunidades que dejamos pasar son las que más nos persiguen.
Clara dejó escapar un suspiro, sintiendo que una parte de ella estaba a punto de ceder. Sabía que tenía razón, sabía que había llegado el momento de tomar una decisión. Pero el miedo seguía ahí, aferrándose a ella como una vieja costumbre.
El viento sopló con más fuerza, y Javier levantó la cámara, enfocando el horizonte.
—No tienes que decidir ahora —dijo él—. Pero cuando estés lista, sabrás qué hacer.
Clara miró el mar una vez más, sintiendo que, por primera vez en mucho tiempo, las respuestas no estaban tan lejos. Quizás el primer paso para cambiar era admitir que quería algo más. Y tal vez, solo tal vez, estaba más cerca de tomar ese paso de lo que había imaginado.
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Bajo el cielo de abril
RomanceLa historia sigue a Clara, una joven que vive en una pequeña ciudad costera, atrapada entre el deseo de una vida tranquila y la pasión por los viajes que nunca ha realizado. Su mundo da un giro inesperado cuando conoce a Javier, un fotógrafo itinera...