Había en Montmartre, en la rue de l'Abreuvoir, una joven llamada Sabina, que poseía el don de la ubicuidad. Podía multiplicarse tranquilamente y hallarse al mismo tiempo, en cuerpo y en espíritu, en cuantos lugares pudiera desear. Como era casada, y un don tan raro no podía dejar de inquietar al marido, se había guardado mucho de revelarle sus dotes, y las utilizaba sólo en casa, en las horas en que estaba sola. Por la mañana, por ejemplo, al arreglarse en el baño, se desdoblaba o se triplicaba por la comodidad de examinar su rostro, su cuerpo y sus actitudes. Terminado el examen, se apresuraba a reunirse, es decir a fundirse en una sola y misma persona. Algunas tardes de invierno o de lluvia en que no le apetecía salir, Sabina se multiplicaba por diez o por veinte, lo que le permitía mantener una conversación animada y ruidosa que en definitiva no era más que una conversación consigo misma. Antoine Lemurier, su marido, subjefe de lo contencioso en la SBNCA, estaba muy lejos de sospechar la verdad, y creía firmemente que tenía, como todo el mundo, una mujer indivisible. Sólo una vez, al volver a casa de improviso, se encontró en presencia de tres esposas rigurosamente idénticas, incluso en sus actitudes, y que le miraban con sus seis ojos igualmente azules y límpidos, lo que le dejó estupefacto y con la boca abierta. Sabina se reunió inmediatamente, y él creyó ser víctima de una indisposición, opinión que le confirmó el médico de la familia, que diagnosticó una insuficiencia hipofisaria y le recetó algunas medicinas caras.
Una tarde de abril, después de comer, Antoine Lemurier estaba comprobando unas notas de gastos en la mesa del comedor, y Sabina, sentada en un sillón, leía una revista de cine. Lemurier alzó los ojos hacia su mujer y quedó sorprendido ante su actitud y la expresión de su fisonomía. Con la cabeza inclinada sobre el hombro, había dejado caer la revista al suelo. Sus ojos, dilatados, brillaban con un resplandor suave, sus labios sonreían, su rostro resplandecía con una alegría inefable. Conmovido y maravillado, se acercó de puntillas, se inclinó hacia ella con devoción y no comprendió por qué ella lo apartaba con un movimiento impaciente. He aquí lo que había ocurrido.
Ocho días antes, en una esquina de la Avenue Junot, Sabina se había encontrado con un muchacho de veinticinco años con los ojos negros. Cerrándole el paso deliberadamente, él le dijo: «Señora», y Sabina, con el mentón erguido y la mirada terrible: «¡Pero, señor!». Aunque una semana más tarde, en un atardecer de abril, se encontraba a la vez en su casa y en casa de este joven de ojos negros, que se llamaba Théorème y se las daba de pintor. En el mismo instante en que rechazaba a su marido y lo devolvía a sus notas de gastos, Théorème, en su taller de la rue du Chevalier-de-Barre, tomaba de las manos a la joven, y le decía: «¡Corazón mío, mis alas, mi alma!» y otras cosas bonitas que vienen fácilmente a los labios de un joven amante en los primeros tiempos de ternura. Sabina se había prometido reunirse a las diez de la noche cuanto más, sin haber consentido en ningún sacrificio importante, pero a medianoche estaba aún con Théorème, y sus escrúpulos ya no podían ser más que remordimientos. Al día siguiente no se reunió hasta las dos de la mañana, y en los días siguientes aún más tarde.
Todas las noches, André Lemurier podía admirar sobre el rostro de su mujer el mismo reflejo de una alegría tan bella que no parecía terrenal. Un día en que cambiaba confidencias con un colega de oficina, se permitió decirle en un momento de emoción: «Si pudieras ver, cuando estamos por la noche, después de cenar, en el comedor: parece como si ella hablara con los ángeles».
Durante cuatro meses, Sabina continuó hablando con los ángeles. Las vacaciones que pasó este año debieron de ser las más hermosas de su vida. Estuvo al mismo tiempo en un lago de la Auvernia, con Lemurier, y en una playita bretona, con Théorème. «Jamás te he visto tan bonita», le decía su marido. «Tus ojos son conmovedores como el lago a las siete treinta de la mañana». A lo que respondía Sabina con una sonrisa adorable, que parecía dedicada al genio invisible de la montaña. Mientras tanto, en la arena de la pequeña playa bretona se bronceaba al sol en compañía de Théorème, casi desnudos ambos. El muchacho de ojos negros no decía nada, como abismado en un sentimiento profundo que simples palabras no podrían explicar, pero en realidad porque empezaba a cansarse de pasar el día repitiendo las mismas cosas. Mientras la joven se maravillaba de este silencio y de todo lo que parecía encubrir de indecible pasión, Théorème, amodorrado en una felicidad animal, esperaba tranquilamente la hora de la cena, pensando con satisfacción que estas sus vacaciones no le costaban un céntimo. En efecto, Sabina había vendido algunas de sus joyas de soltera y suplicado a su compañero que aceptase el que ella pagara los gastos de su estancia en Bretaña. Un poco asombrado de que se tomara tantas precauciones para hacerle admitir algo que parecía natural, Théorème había aceptado con la mayor tranquilidad del mundo. En todo caso, no pensaba que un artista tuviera que sacrificar algo a unos prejuicios estúpidos, y él menos que nadie. «No me reconozco el derecho — decía — de preguntarle a mis escrúpulos si puedo o no puedo realizar una obra como la de un Greco o un Velázquez». Théorème vivía de una escasa pensión que le pasaba un tío de Limoges, y no contaba con la pintura para salir de pobre. Una concepción del arte altiva e intransigente le impedía pintar si no le empujaba la inspiración a hacerlo. «Y si tengo que esperar diez años —decía—, esperaré». Era, poco más o menos, lo que hacía. Normalmente, su trabajo se centraba en enriquecer su sensibilidad en los cafés de Montmartre o en afinar su sentido crítico viendo pintar a sus amigos, y cuando éstos le preguntaban sobre su propia pintura, Théorème adoptaba una actitud concentrada y decía: «Me estoy buscando a mí mismo», cosa que exigía respeto. Además, los zapatones y el amplio pantalón de pana que formaban su atavío invernal, le habían valido, entre la rue Caulaincourt, la plaza du Tertre y la rue des Abbesses, una reputación de artista guapo. Los peor intencionados convenían en que era un gran artista en potencia.