El último

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Había un corredor ciclista llamado Martín que siempre llegaba el último, y la gente se reía al verle tan lejos de los demás corredores. Llevaba un maillot de un azul muy suave, con una florecita también azul cosida en el lado izquierdo del pecho. Inclinado sobre el manillar, y con el pañuelo entre los dientes, pedaleaba con tanto valor como el primero. En las subidas más duras se entregaba con tanto fervor que le brillaba una hermosa llamita en los ojos, y la gente, viendo su mirada clara y sus músculos tensos con el esfuerzo, decía:

—Martín parece estar en forma. Esta vez va a llegar a Tours (o a Burdeos, o a Orleans, o a Dunkerque), esta vez sí que va a llegar con el pelotón.

Pero esta vez era como las otras, y Martín llegaba como siempre el último. No obstante, guardaba siempre la esperanza de hacerlo mejor, pero estaba un poco fastidiado, porque tenía mujer e hijos y el último lugar no da mucho dinero. Estaba fastidiado, y sin embargo jamás se le oía quejarse de que la suerte le hubiera sido injusta. Cuando llegaba a Tours (o a Marsella, o a Cherburgo), la multitud reía y le tomaba el pelo:

—¡Eh, Martín! ¡Eres el primero por la cola!

Y él, que oía estas palabras, jamás tenía un gesto de malhumor, y si echaba un vistazo a la multitud era con una sonrisa dulce, como diciendo: «Sí, soy yo, Martín. El último. Otra vez irá mejor». Sus compañeros le preguntaban después de la carrera.

—¿Qué? ¿Estás contento? ¿Ha ido todo bien?

—Sí, sí —respondía Martín—. Estoy bastante contento.

No veía que los otros se burlaban de él, y cuando los veía reír, reía también él. Incluso los miraba sin envidia cuando se alejaban con sus amigos con un rumor de fiesta y de enhorabuenas. Y él se quedaba solo, porque jamás había nadie que le hiciera caso. Su mujer y sus hijos vivían en un pueblecito en la carretera de París a Orleans, y él los veía muy de vez en cuando, como un relámpago, cuando la carrera pasaba por allí. Quien tiene un ideal no puede vivir como todo el mundo. Es comprensible. Martín amaba a su mujer, y también a sus hijos, pero era corredor ciclista y corría y corría, sin detenerse entre las etapas. Cuando lo tenía, enviaba un poco de dinero a su casa, y pensaba frecuentemente en su familia, pero no durante la carrera (entonces tenía otras cosas que hacer), sino por la noche, finalizada la etapa, dándose masaje en las piernas fatigadas por la larga carrera.

Antes de dormirse, Martín rezaba una oración y le hablaba a Dios de la etapa que había corrido durante el día, sin pensar que quizá abusaba de su paciencia. Creía que a Dios le interesaban las carreras ciclistas, y es verdad. Si Dios no conociera a fondo todos los oficios, no sabría lo que cuesta tener un alma presentable.

—Dios mío —decía Martín—, voy a seguir con lo de la carrera de hoy. No sé qué pasa, pero siempre es igual. Y yo tengo una buena bici, la verdad. El otro día hasta me pregunté si no será que hay algo en los pedales. Desmonté todas las piezas, una a una, tranquilamente, sin ponerme nervioso, igual que ahora os hablo. Y vi que no había nada ni en los pedales ni en ningún otro sitio. Y si alguien viniera a decirme que esta bici no es una buena bici, yo le diría que es una buena bici, de una buena marca. ¿Qué pasa, pues? Desde luego, hay una cuestión: el hombre, es decir el músculo, la inteligencia, la voluntad. Pero el hombre, santo Dios, eso es cosa vuestra. Es lo que yo digo, y por eso no me quejo. Sé bien que en todas las carreras tiene que haber un último, y que ser el último no tiene nada de vergonzoso. No es que me queje, no. Es por decir algo.

Luego, se le iban cerrando los ojos y dormía sin sueños hasta que, por la mañana, al despertarse, decía con una sonrisa feliz:

—Hoy sí que es mi día. Hoy voy a ser el primero.

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⏰ Última actualización: Oct 10 ⏰

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