En la luz de la lámpara que iluminaba la cocina, M. Jacotin veía en su conjunto a la familia inclinada sobre los platos y testimoniando, con miradas oblicuas, su aprensión ante el humor del amo. La consciencia profunda que él tenía de su propia entrega y de su abnegación, una preocupación minuciosa por la justicia doméstica, lo convertían en injusto y tiránico, y sus explosiones de tipo sanguíneo, siempre imprevisibles, mantenían en su hogar una atmósfera de represión que, por otra parte, no dejaba de irritarle.
Al enterarse aquella tarde de que le habían propuesto para las palmas académicas, pensó decírselo a los suyos al terminar de comer. Tras beberse un vaso de vino y probar el último trocito de queso, se disponía a tomar la palabra, pero le pareció que el ambiente no era el deseable para acoger la feliz noticia. Su mirada dio lentamente una vuelta a la mesa, deteniéndose primero en la esposa, en su aspecto enfermizo, en la cara triste y amedrentada que le hacían tan poco honor ante sus colegas. Pasó luego a la tía Julie, que se había instalado en el hogar haciendo valer su mucha edad y sus diversas enfermedades mortales y que, en siete años, había costado seguramente más dinero del que podía esperarse de su herencia. Miró luego a sus dos hijas, de dieciséis y diecisiete años, dependientas en unos almacenes con un sueldo de quinientos francos al mes y, no obstante, vestidas como princesas, con reloj de pulsera, broches de oro en el escote, un aire por encima de su condición, y uno se preguntaba de dónde procedía el dinero, y no podía por menos de asombrarse. M, Jacotin tuvo de súbito la sensación atroz de que estaban saqueando sus bienes, que bebían el sudor de sus esfuerzos y que era un hombre ridículamente bueno. El vino se le subió de pronto a la cabeza e incendió su rostro, ya notable en reposo por su color encendido.
Estaba en esta disposición de espíritu cuando su mirada se clavó en su hijo Lucien, un chico de trece años que, desde que se inició la comida, se esforzaba en pasar inadvertido. El padre entrevió algo turbio en la palidez de aquel pequeño rostro. El chiquillo no había levantado los ojos, pero, sintiéndose observado, retorcía con las dos manos un pliegue de su delantal negro de escolar.
—¿Es que quieres romperlo? —soltó el padre con una voz que se paseó por la sala entera—. Estás haciendo todo lo posible para romperlo ¿no?
Dejando su delantal, Lucien puso las manos sobre la mesa. Inclinó la cabeza sobre el plato sin atreverse a buscar en sus hermanas el consuelo de una mirada, y abandonado a la desgracia amenazadora.
—Te estoy hablando. Contesta. Creo que podrías responder ¿no? Pero me huele que no tienes la conciencia muy tranquila. ¡A que sí!
Lucien protestó con una mirada temerosa. No esperaba evitar las sospechas, pero sabía que su padre se habría sentido decepcionado de no encontrar el miedo en los ojos de su hijo.
—No. Seguro que no tienes la conciencia tranquila. ¿Quieres decirme qué es lo que has hecho esta tarde?
—Esta tarde estuve con Pichón. Me dijo que pasaría a buscarme a las dos. Al salir me encontré con Chapusot que iba a hacer un recado. Primero fuimos al médico, con su primo, que está enfermo. Desde anteayer tiene dolores aquí, en el hígado...
Pero el padre comprendió que estaba cambiando de tema y cortó rápido:
—Deja en paz el hígado. No te metas con el hígado de los demás. ¿Es que alguien se preocupa del tuyo cuando te duele? Dime dónde has estado esta mañana.
—Fui con Fourment a ver la casa que se incendió el otro día en la calle Poincaré.
—¡Cómo! ¿Has estado por ahí fuera todo el día? ¿Desde la mañana a la noche? Si te has pasado el jueves de diversión y callejeando, supongo que será porque ya tienes hechos los deberes ¿no?