Extractos del Diario de Jules Flegmon
10 de febrero. — Corre por el barrio el rumor absurdo de nuevas restricciones. Para paliar la escasez y asegurar un mejor rendimiento laboral de la población, se va a ejecutar a los consumidores improductivos: ancianos, jubilados, rentistas, parados y demás bocas inútiles. En el fondo, encuentro que esta medida es justa. Tropiezo ante mi puerta con mi vecino Roquenton, el fogoso septuagenario que se casó, el año pasado, con una joven de veinticuatro años. La indignación le hacía jadear: «¡Qué importancia tiene la edad — decía— si hago feliz a mi muñequita!». Con términos elevados, le aconsejé que aceptara, con una alegría orgullosa, el sacrificio de su persona en bien de la comunidad.
12 de febrero. — No hay humo sin fuego. Hoy he comido con mi viejo amigo Maleffroi, consejero de la prefectura de Sena. Le he tirado de la lengua con habilidad, tras haberle animado con una botella de blanco. Naturalmente, no se trata de condenar a muerte a los inútiles. Simplemente, se hará un recorte en su tiempo de vida. Maleffroi me ha explicado que tendrán derecho a tantos días de existencia por mes, según su grado de inutilidad. Parece que ya están impresas las tarjetas de tiempo. Esta idea me ha parecido tan feliz como poética. Creo recordar que dije al respecto cosas realmente encantadoras. Conmovido, sin duda, por el vino, Maleffroi me miraba con ojos empañados por la amistad.
13 de febrero. — ¡Es una infamia! ¡Una burla a la justicia! ¡Un monstruoso asesinato! ¡Acaba de aparecer el decreto en los periódicos, y resulta que entre «los consumidores cuyo mantenimiento no se ve compensado por ninguna contrapartida real» figuran los artistas y los escritores! Realmente, habría podido comprender que aplicaran la medida a los pintores, a los escultores, a los músicos, ¡pero a los escritores! Es una inconsecuencia, una aberración, una vergüenza para nuestro tiempo. En definitiva, no es preciso demostrar la utilidad de los escritores, sobre todo la mía, y lo puedo decir con toda modestia. Para colmo, me dejan sólo quince días de existencia por mes.
16 de febrero. — El decreto entra en vigor el 1 de marzo, y hay que inscribirse antes del 18. Los que por su situación social quedan relegados a una existencia parcial andan como locos buscando un empleo que les permita la clasificación de totalmente vivos. Pero la Administración, con previsión diabólica, ha prohibido todo movimiento de personal antes del 25 de febrero.
Se me ha ocurrido telefonear a mi amigo Maleffroi para que me busque un empleo de portero o de guarda de museos en cuarenta y ocho horas. Demasiado tarde. Acaba de dar la última plaza de botones del despacho.
—Pero, hombre. ¿Cómo se te ocurre esperar hasta hoy para pedirme una plaza?
—¿Y cómo iba a suponer yo que me iba a afectar la medida? Cuando comimos juntos, me dijiste...
—Permíteme. Especifiqué con toda claridad que la medida concernía a todos los inútiles.
17 de febrero. — Sin duda la portera me tiene ya por medio-vivo, por un fantasma, una sombra que apenas emerge de los infiernos, pues esta mañana no me ha traído el correo. Al bajar se las canté claras: «Si una élite hace el sacrificio de su vida, es para cebar a gandules como usted», le dije. Y, en el fondo, es verdad. Cuanto más lo pienso, más injusto e inicuo me parece este decreto.
He visto a Roquenton y a su joven esposa. El pobre viejo me ha dado lástima. En definitiva, tendrá derecho a seis días de vida al mes, pero lo peor es que Mme. Roquenton, en razón a su juventud, tendrá quince. Esta diferencia angustia de manera enloquecedora al pobre anciano. La mujer parece aceptar su suerte con más filosofía.
Durante el día he visto a varias personas a quienes el decreto no afecta. Su incomprensión y su ingratitud para con los sacrificados resultan realmente repugnantes. No sólo les parece esta medida inicua la cosa más natural del mundo, sino que muchos incluso se alegran. Jamás se escarnecerá con crueldad bastante el egoísmo de los humanos.