Cuando la guerra estaba en su momento culminante, la atención de las potencias beligerantes se vio atraída por el problema del horario de verano, que, según parece, no había sido estudiado en toda su amplitud. Se decía que nada serio se había hecho al respecto y que el genio humano, como ocurre tan a menudo, se había dejado dominar por la costumbre. Lo que, en un primer examen, pareció más sorprendente, fue la extraordinaria facilidad con que se adelantaba en verano la hora una o dos unidades. En definitiva, y pensándolo bien, nada les impediría adelantarla doce unidades, o veinticuatro, o un múltiplo de veinticuatro. Poco a poco se fue imponiendo la idea de que los hombres podían disponer del tiempo. En todos los continentes y en todos los países, los jefes de Estado y los ministros se pusieron a consultar tratados de filosofía. En los consejos de ministros se hablaba de tiempo relativo, de tiempo fisiológico, de tiempo subjetivo e incluso de tiempo comprensible. Resultaba evidente que la noción de tiempo, tal como nos la habían transmitido nuestros antepasados de milenio en milenio, era un ridículo balancín. El viejo e inexorable dios Cronos, que hasta entonces había impuesto la cadencia de su hoz, perdió mucho de su crédito. No sólo se convertía en exorable para el género humano, sino que se le obligaba a obedecer, a moverse al ritmo que le era impuesto, a marchar al ralentí o a paso gimnástico, por no hablar ya de las velocidades vertiginosas que le enredaban en la nuca su pobre y vieja barba. Se había acabado su actitud de senador. Realmente, Cronos estaba para el retiro. Los hombres eran dueños del tiempo e iban a distribuirlo con mucha más fantasía de la que en su carrera, demasiado apacible, había mostrado el destronado rey.
Parece que, al principio, los gobiernos sólo supieron obtener un mezquino provecho de su nueva conquista. Los ensayos a los que se entregaron en secreto no llevaron a nada útil (véase el Mapa del Tiempo). Sin embargo, los pueblos se aburrían. Fuera cual fuera su patria, los civiles parecían cansados y de mal pelo. Mientras masticaban su pan negro o bebían sucedáneos con sacarina, soñaban con festines y tabaco. La guerra era larga. Nadie sabía cuándo iba a acabar. Y ¿finalizaría un día? Todos los contendientes tenían fe en la victoria, pero se temía que quizá hubiera que esperarla en exceso. Los dirigentes mostraban los mismos temores y empezaban a dar señales de nerviosismo. El peso de sus responsabilidades resultaba excesivo. Desde luego, ni siquiera se podía plantear la cuestión de un armisticio. Lo impedía el honor, junto con otras consideraciones. Lo más irritante era saber que se disponía del tiempo y no encontrar la manera de hacerle trabajar en beneficio propio.
En fin, por medio del Vaticano, se llegó a un acuerdo internacional para liberar a los pueblos de la pesadilla de la guerra sin cambiar en nada la marcha normal de las hostilidades. Fue muy sencillo. Se decidió adelantar en diecisiete años el tiempo en el mundo entero. Esta cifra tenía en cuenta las posibilidades últimas de duración del conflicto. Sin embargo, los medios oficiales no estaban tranquilos, y temían que el adelanto resultara insuficiente. Gracias a Dios, cuando, en virtud de un decreto, el mundo entero envejeció de golpe diecisiete años, resultó que la guerra estaba ya acabada. Y resultó también que aún no había estallado otra. Simplemente, se estaba considerando la posibilidad de que estallara.
Se podría creer que los pueblos suspiraron aliviados y satisfechos, pero no. Nadie experimentó la sensación de haber dado un salto en el tiempo. Los acontecimientos que hubieran podido desarrollarse durante este largo período, tan súbitamente escamoteado, estaban inscritos en todas las memorias. Todo el mundo recordaba, o más bien creía recordar, la vida que había llevado durante estos diecisiete años. Los árboles habían crecido, habían venido niños al mundo, habían muerto algunos, otros habían hecho fortuna o se habían arruinado, algunos vinos estaban pasados, se habían hundido algunos Estados, todo ocurría como si la vida del mundo se hubiera desarrollado en el tiempo normal para realizarse. La ilusión era perfecta.