Un ladrón de guante blanco, un desvalijador mundano, se escapó una vez de entre las páginas de una novela policíaca y, después de admirables aventuras, llegó a una pequeña ciudad de provincias.
Al salir de la estación, cuando atravesaba la plaza de la estación y entraba por la avenida de la estación, oyó un insistente murmullo en la ciudad.
—No te olvides de dejar la llave bajo el felpudo — se oía por todas partes.
Eran las madres de familia que iban con sus hijas al baile de la subprefectura.
—Tranquila — decían los maridos, sin la menor intención de quedarse en casa —, la llave estará bajo el felpudo, no tendréis que llamar. Pero si por casualidad volvéis antes que yo...
—¿Antes que tú? ¡No pretenderás que la partida de billar va a durar hasta las cuatro de la mañana!
Las madres de familia tenían razón. Jamás se ha visto que una partida de billar un poco seria se pueda prolongar más allá de medianoche. Mientras tanto, el gentil desvalijador se paseaba por las calles, entre vestidos de terciopelo y crêpe georgette que se apresuraban hacia la plaza de la subprefectura. Había salido de Roma por la noche con una maleta de modestas dimensiones, pero que contenía nada menos que las joyas de la corona y la muda del papa. Al azar de una parada, había bajado por el lado contrario del andén para despistar a toda la policía de Europa, que le iba a su zaga, y aprovechaba este momento de descanso para meditar sobre la vanidad de las grandezas.
—No tengo ya nada que aprender de la industria de los hombres —pensaba—. Las cajas fuertes más secretas resultan indefensas ante mí, y no hay nadie que me aventaje en el arte de corromper a personas de confianza. Tras mi estancia de dos años en las prisiones norteamericanas, donde he recibido enseñanza de los más grandes maestros del mundo, me he hecho un nombre en la escalada, en el robo con fractura, en el rififi, en el timo del portugués y en el del nazareno. Gracias a mi trabajo tenaz he visto convertidas en realidad las promesas de mis magníficas dotes. Tengo ojeadores en todos los países del mundo, mis órdenes de bolsa hacen y deshacen gobiernos, y, no obstante, mi corazón está menos alegre que en la época de mis quince años, cuando preparaba mi bachillerato distrayendo los relojes y las carteras de mis profesores. ¡Ah! ¡Por qué no podré resucitar los días felices de mi traviesa adolescencia! ¡Qué miseria la de esta vida dispersa por todas las capitales y los casinos de la tierra! Jamás he sentido como hoy la necesidad de volver a ver el lugar que me vio nacer...
* * *
El gentil ladrón avanzaba por una calle bordeada de pequeñas casitas silenciosas. Se detuvo de pronto para murmurar inquieto:
—Pero ¿cuál puede ser el lugar de mi nacimiento? Debe de estar sin duda en algún lugar de Francia, pero el diablo sabe dónde. He tenido tantas identidades desde que vivo a la ventura, y tantos falsos padres respetables, que no soy capaz de reencontrarme. Y me pregunto también ¿cuál será mi verdadero nombre?
Se llevó la mano a la frente y citó de carrerilla unos cincuenta nombres.
—Jules Moreau... Robert Landrú... no... ¿Yolanda Garnier? No, no, éste fue con ocasión de un disfraz... Alfred Petitpont... Alfred Petitpont, o, más bien Raoul Dejou. No, esto fue cuando el asunto aquel de las esmeraldas... Jacques Lerol... No... ¿Duque de Geroul de la Bactriana? No, realmente no creo.
Al fin, con un movimiento de fatiga, dijo desalentado:
—Es fastidioso. Voy a tener que ir a informarme a la Jefatura de Policía...
Obsesionado por la búsqueda de su realidad civil, franqueó sin darse cuenta la verja de una pequeña casa y, maquinalmente, empezó a forcejear con la cerradura de la puerta de entrada. Entonces, se encogió de hombros y murmuró mientras dejaba su manojo de ganzúas en el bolsillo: