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Max condujo su carro a casa y luego pasó las dos horas siguientes en su Indian Blackhawk, recorriendo sin rumbo la ciudad sin ningún destino en particular o plan en mente. Pensar en el final de su amistad con Sergio hacía que Max se sintiera delgado, tan extremadamente disperso, como si no hubiese suficiente mermelada para intentar cubrir la totalidad de un pan tostado.

No era de extrañar que esta farsa finalmente lo hubiera alcanzado.

Pasó a través de los barrios que a Sergio le gustaban y terminó en el estacionamiento del bar deportivo favorito de Sergio. El destino apestaba, esto era una idea estúpida, pero Max no pudo evitarlo. Así que estacionó su moto, encontró una mesa una vez dentro y pidió una cerveza. Nunca, nunca bebía cuando manejaba, pero esta noche parecía un buen momento para empezar.

Abrió de golpe el primer botón de su camisa de vestir, molesto por no haberse tomado el tiempo suficiente para cambiarse antes de subirse a su motocicleta. Pero estar acelerado y a punto de estallar significaba que moverse era su única manera de permanecer cuerdo.

Correr a toda velocidad por la autopista no lo había ayudado.

Recostándose contra la cabina, se desconectó del sonido de los clientes que se habían reunido para ver un partido de fútbol. Por los aplausos ocasionales, el público parecía contento con el resultado. Recordó como Sergio se veía cada vez que habían terminado aquí y se quedaba atrapado viendo un juego universitario. O la maldita hermosa sonrisa en su rostro cuando consiguió arrancar su Harley por primera vez. Pero Max no quería pensar en cómo se sentía con Sergio alrededor, hombre, eso no iba a volver a suceder nunca más.

El pensamiento retorcía el corazón de Max en formas que nunca había experimentado antes. Gruñón como el infierno, se dejó caer más profundamente en el asiento.

Cuatro cervezas más tarde, la cabeza de Max giraba, revolviéndosele el estómago y su pecho no se sentía menos propenso a explotar en cualquier momento. ¿Y por qué abanonar a Sergio le dolía tanto? No es que se sintiera en estos momentos como cuando sostuvo una vela por la muerte de Lando, pero en cierto modo, la sensación era similar.

Una pérdida era una pérdida, ya sea a través de una situación o la muerte.

Max agarró su jarra de cerveza. —¿Por qué tuviste que morir, hijo de puta?

—Hermoso, te vas a arrepentir de esto en la mañana.

Max parpadeó, y por un extraño momento, se preguntó si Lando le estaba hablando. Pero Lando nunca le llamó hermoso. Ese era el trabajo de Carlos. Y cuando Max levantó la vista, vio a Carlos, quien estaba mirando alrededor como si acabara de entrar en un mercado de carne y se estuviera muriendo por una costilla.

—Mmm —murmuró Carlos, mirando a unos hombres de traje en una mesa cercana disfrutando de unas cervezas al final de la jornada—. Peces gordos de Wall Street.

A pesar del dolor de cabeza, Max rodó los ojos y luego hizo una mueca cuando el mareo se hizo más fuerte.

—¿Cómo me has encontrado?

Carlos arqueó una ceja. —Tú borracho me enviaste un mensaje.

—Oh. —Max frunció el ceño. No recordaba haber hecho eso.

—Estoy bromeando. —Carlos se sentó a su lado—. Si creíste eso, debes estar mucho peor de lo que pensaba. Sergio llamó, estaba preocupado de que por estar tan enojado terminaras estrellando tu carro de camino a casa desde la ceremonia. Cuando no contestaste tu teléfono celular, le dije que iría a buscarte.

Bueno, maldición. Eso era un alivio. Quizás no estaba tan borracho como su confundido cerebro sugería. Parpadeó con fuerza, tratando de aclarar su visión, y vio cuatro jarras de cerveza vacías.

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