Juan
La vida en el apartamento había encontrado un extraño equilibrio. Ana y yo habíamos desarrollado una especie de rutina, una coreografía silenciosa en la que los post-its ya no eran simples recordatorios de tareas, sino una forma de mantenernos conectados sin tener que decirlo en voz alta. Había algo reconfortante en esa dinámica. No nos presionábamos, no nos enfrentábamos a nuestras emociones directamente, pero sabíamos que estaban ahí, flotando en el aire, siempre presentes.
Una mañana, mientras tomaba mi café, dejé una nota en la nevera que significaba más de lo que parecía a simple vista:
"¿Te gustaría salir a cenar esta noche? —Juan"
No era solo una invitación a cenar. Era una manera de explorar lo que estaba creciendo entre nosotros, ese algo que ni ella ni yo habíamos querido nombrar hasta ahora. Cuando Ana encontró la nota más tarde, pude ver en su expresión que la había tomado por sorpresa. Durante unos segundos, no dijo nada, solo leyó el post-it varias veces, como si intentara entender el verdadero significado detrás de esas pocas palabras.
Minutos después, mientras nos cruzábamos en la cocina, vi la nueva nota que había dejado:
"Me encantaría. ¿A qué hora? —Ana"
Sonreí para mí mismo. Había algo en esa respuesta que me tranquilizaba, como si ella también estuviera dispuesta a dar ese pequeño paso hacia lo desconocido.
Esa noche, mientras me preparaba para la cena, no podía evitar sentirme nervioso. No solía preocuparme demasiado por estas cosas, pero con Ana era diferente. Habíamos compartido tanto silencio, tantas notas, que salir a cenar juntos parecía un salto gigantesco. ¿Esto era una cita? No estaba seguro de cómo llamarlo, pero sí sabía que era importante.
Cuando Ana salió de su habitación, noté que había hecho un esfuerzo en su apariencia. No era algo extravagante, solo un pequeño detalle en su vestimenta que no había visto antes, pero suficiente para que yo también me sintiera consciente de lo que estaba por suceder.
—¿Lista? —le pregunté, intentando sonar casual.
Ana asintió, y ambos salimos del apartamento, sintiendo que el aire entre nosotros estaba cargado de algo que aún no sabíamos cómo nombrar.
El restaurante al que la llevé era un lugar tranquilo, uno que había descubierto tiempo atrás. Las luces eran tenues, el ambiente cálido. A pesar de que era una elección discreta, no pude evitar notar cómo la intimidad del lugar parecía intensificar la sensación de estar cruzando una línea que no habíamos explorado antes.
Durante la cena, por primera vez, hablamos más de lo habitual. No de las tareas domésticas ni de los mensajes en post-its, sino de cosas reales. Le conté sobre mi infancia, sobre cómo había crecido en una familia donde las emociones no se discutían, donde el silencio era más cómodo que las palabras. Y Ana, en respuesta, me habló de su vida antes de Marcos, de cómo había tenido sueños que quedaron atrapados en una relación que terminó por romperlos.
—A veces siento que he pasado tanto tiempo siendo alguien que no soy, que olvidé cómo ser yo misma —confesó Ana, bajando la mirada hacia su plato.
La observé en silencio, y no pude evitar sentirme conmovido por su honestidad.
—No creo que lo hayas olvidado —le dije—. Solo estás reencontrándote.
Vi cómo mis palabras la tocaban, cómo una pequeña chispa de alivio cruzaba por sus ojos. Era una sensación extraña, ver a alguien abrirse de esa manera, sabiendo que también había partes de mí que aún no había mostrado.
La conversación fluyó de manera natural, y para cuando terminamos la cena, me di cuenta de que no había sentido esta conexión con nadie en años. Había algo entre nosotros que iba más allá de lo que habíamos compartido en ese apartamento. Algo más profundo, más real.
De regreso al apartamento, el silencio entre nosotros ya no era incómodo. Era un silencio que contenía todas las palabras que no habíamos dicho, pero que ambos entendíamos. Cuando llegamos a la puerta, le abrí paso a Ana, y por un momento, pensé que la noche terminaría ahí, como de costumbre. Pero antes de que pudiera irse a su habitación, ella hizo algo que no esperaba.
Ana se giró hacia mí, y en un gesto suave pero inesperado, se inclinó y me dio un beso en la mejilla.
—Gracias por esta noche —susurró, con una sonrisa tímida.
Me quedé en silencio, procesando lo que acababa de pasar. No era solo un gesto de agradecimiento; era algo más. Algo que, aunque no dijéramos en voz alta, ambos entendíamos. Le devolví la sonrisa, más suave de lo habitual.
—De nada —respondí, sin saber qué más decir en ese momento.
Ana se fue a su habitación, y yo me quedé un rato más en la sala, sintiendo el eco de ese beso en la mejilla. Había algo en su gesto que me hizo darme cuenta de que las cosas entre nosotros estaban cambiando, de que estábamos cruzando un umbral del que no había vuelta atrás.
Esa noche, antes de dormir, dejé una nueva nota en la puerta de su habitación:
"Yo también lo pasé bien esta noche. Buenas noches. —Juan"
Sabía que ella la encontraría antes de irse a la cama, y me pregunté qué estaría pensando en ese momento. Sabía que el camino que estábamos recorriendo no era sencillo, que ambos cargábamos con cicatrices que aún dolían. Pero también sabía que, por primera vez en mucho tiempo, no me sentía solo en ese proceso.
Ana había comenzado a sanar sus propias heridas, y en el proceso, sin darse cuenta, también me estaba ayudando a sanar las mías.
Me fui a dormir esa noche con la sensación de que, aunque no supiéramos lo que el futuro nos depararía, estábamos empezando a construir algo, paso a paso, conversación a conversación, nota a nota. Y por primera vez en mucho tiempo, me permití sentir la esperanza de que tal vez, juntos, podríamos dejar atrás los ecos del pasado y crear algo nuevo.
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Entre Notas y Cicatrices
RomansaAna García nunca imaginó que su vida podría resumirse en pequeños pedazos de papel. Su rutina, cuidadosamente construida entre el trabajo y el silencio de su pequeño apartamento, comenzó a desmoronarse el día que Juan Pérez apareció en su vida. O, m...