Admiraba al pastor desde que era niña. Era un ejemplo para todos, el hombre virtuoso que la comunidad respetaba. Un padre devoto, un esposo intachable, lleno de virtudes. Nunca, en toda mi vida, hubiera pensado que sería capaz de fijarse en
alguien como yo, una joven de dieciocho años. Pero Eso no importaba. Porque este era mi momento.Abrí la puerta de la iglesia con cuidado, el chirrido resonando en el vacío. Allí estaba él, arrodillado ante el altar, derrotado. Su espalda temblaba bajo el peso de la pena mientras lágrimas silenciosas caían en el mármol. Su hija... su pequeña niña ya no estaba, y él suplicaba respuestas a un Dios que lo había abandonado.
Cerré la puerta con suavidad y comencé a caminar hacia él. Mi corazón latía con fuerza, pero no era el miedo lo que me empujaba, sino la certeza. El deseo.
-Tu "Dios" te arrebató a tu hija -dije en voz baja, con un tono que sabía que se clavaría en sus heridas ―. Pudo salvarla, pero no lo hizo. Y aún le sigues siendo fiel. Debes descargar tu furia... debes hacerlo.
Él levantó la cabeza, los ojos anegados de lágrimas, pero en su mirada había algo más rabia, dolor. Se levantó de golpe, sus pasos retumbando en el suelo, Antes de que pudiera reaccionar, sentí el golpe. Su mano estrellándose contra mi mejilla con
una fuerza que me hizo tambalear. El ardor subió por mi piel y mordí mi labio para no soltar un gemido.-Hazlo de nuevo —le susurré, retándolo. No hubo vacilación. Me abofeteó otra vez, más fuerte, y esta vez el dolor vino acompañado de un placer oscuro que me recorría entera.
Lo besé. Un beso lleno de furia, sin amor ni ternura, sólo rabia. Y él lo correspondió. Sentí cómo me arrancaba el vestido con una violencia que nunca había imaginado de aquel hombre tan recto, tan santo. Mis pechos quedaron expuestos y su mano,
áspera y brutal, los golpeó, arrancándome un gemido ahogado.Me empujó contra una de las bancas y, sin decir una palabra, desabrochó su pantalón. Su miembro, duro y poderoso, apareció ante mí. Sin pensarlo, me penetró de una manera feroz, como si quisiera destruir todo rastro de bondad que aún quedara en
él. El dolor y el placer se mezclaron en un torbellinoy mi cuerpo, lejos de resistirse, lo aceptaba con avidez.Cada embestida era salvaje, sin control, sus
manos apretaban mi cuello y mis muslos con la misma brutalidad con la que entraba en mí. No era amor lo que había entre nosotros, sino pura rabia, puro deseo animal. Y eso era lo que más me
gustaba.-Voltéate-gruñó.
Obedecí sin decir una palabra. Una bofetada ardiente cayó sobre mi trasero, arrancándome un gemido agudo. Sentí cómo su pene jugaba entre mis nalgas antes de penetrarme por detrás. El dolor fue
intenso, casi insoportable, pero él no se detuvo. Sus manos se aferraron a mis muñecas, inmovilizándome mientras su cuerpo me poseía con una furia ciega. Empezó a meter sus dedos en mi
vagina al mismo tiempo, invadiendo cada parte de mí con una violencia que bordeaba lo insoportable Y justo cuando creí que no podría soportar más, el
placer llegó. Me corrí, una y otra vez, incapaz de contener los gemidos que salían de mi garganta.
cuando finalmente sentí su cuerpo tensarse y él se corrió dentro de mí, todo se volvió silencio.Nos separamos, agotados, sudorosos. Me dejé caer en la banqueta, tratando de recuperar el aliento, pero él no me miró Se puso de pie, abrochándose los pantalones, y su voz fue fría y distante cuando
habló.-Esto no se repetirá. Vístete y sal de aquí.
-Sentí un nudo en la garganta, pero no iba a permitir que me viera así.-Follas fatal--le dije, forzando una sonrisa que dolía en mis labios -- Ni siquiera querría repetir. Me rompiste el vestido ¿cómo se supone que me iré? Me lanzó su camisa sin mirarme. Me la puse, el
tejido aún cálido por su cuerpo.-Sal por detrás —dijo-. Que no te vea nadie.
Obedecí. Crucé la iglesia en silencio, mi cuerpo aún temblando por lo que acababa de suceder. Corrí hacia el bosque, la luna iluminando mi camino mientras huía, como si lo que habíamos hecho no fuera más que un sueño febrilPero entonces, tropecé. Algo húmedo, pegajoso, se
adhirió a mis manos. Miré hacia abajo y el horror me recorrió de pies a cabeza. Un cadáver. Sangre fresca se escurría entre mis dedos. No podía respirar. Me levanté de golpe, limpiándome la sangre como pude, y corrí con todas mis fuerzas hacia mi casa.Nadie debía verme con la camisa del pastor. Nadie debía saber lo que había pasado. Pero mientras me lavaba en el baño, la sangre seguía allí, en mis manos, en mi memoria.
¿Quién era el cadáver?
¿Debía llamar a la policía?No podía involucrarme. Pero mis huellas
estaban allí, en ese cuerpo. Si alguien lo
encontraba, me acusarían. No tenía coartada. Nadie me vio entrar a la iglesia. Nadie me vio salirEstaba atrapada.