Fortaleza de Ymir, Parte 2

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Las horas pasaron mientras meditaba acerca de nuestro futuro y el de la Federación. Para cuando me quise dar cuenta, la noche había caído. La más inmensa y tétrica oscuridad llenaba la ventana, apenas repelida por las ínfimas luces amarillentas del interior de cada compartimiento del vagón. Por suerte, ya no veía las repetitivas y aburridas paredes de piedra.

Por otro lado, Ludmilla seguía durmiendo plácidamente en mis piernas, roncando apenas, mientras conservaba aquella excéntrica y pícara aura de noble que tanto la caracterizaba. Al darme cuenta de esto, con cuidado me levanté y dejé reposar la cabeza de Ludmilla sobre una pequeña almohada azul, asegurándome de que no notara mi ausencia.

Una vez hecho esto y con las piernas medio dormidas, deslicé la puerta y salí del compartimento, dirigiéndome a ningún lugar y a todos a la vez. Comencé a caminar por el pasillo, atravesando varios vagones con el objetivo de despejar mi mente.

Mientras pasaba de vagón en vagón, presencié cómo varios de los muchachos, viendo que la noche se cernía sobre nosotros, ahora descansaban con las luces apagadas, buscando dormir frente al repetitivo e hipnótico traqueteo de los vagones.

— Ojalá estén pudiendo dormir... —comenté en voz baja, viendo cómo muchos se daban vueltas, incómodos por dormir en asientos tan rígidos—. Creo que hasta las camas de la academia eran más cómodas que estos asientos.

Habiendo dejado atrás los vagones "dormitorio", llegué casi hasta la altura de la locomotora. Miré por una de las ventanillas el humo negro emanado por el tren, que, contra todo pronóstico, aún era perceptible si prestabas mucha atención.

En ese punto, ya no sabía qué hacer. Había recorrido casi todo el tren y aún no lograba pensar en otra cosa que no fuera lo que nos deparaba el futuro. Aquel pequeño viaje a pie solo logró aburrirme más y apenas despertar mis piernas.

Justo cuando estaba por darme la vuelta para volver con Ludmilla, una puerta se abrió más adelante y de ella salió una joven bajita de gran cabellera pelirroja, que al verme levantó la mano en un silencioso saludo.

— ¡Ana! —la saludé, sorprendido—. ¿Qué haces viniendo desde la locomotora?

— Nada... —respondió calmada, con una somnolienta sonrisa—. Lu se escapó hacia la cabina del tren esta tarde... ¿Crees que se hizo amiga de los maquinistas?

— ¿Y ahora los ayuda o qué? —intenté imaginarme a Lu paleando carbón—. Aunque, pensándolo bien, es una buena forma de gastar su "excedente de energía" en un espacio tan pequeño como el tren.

— ¡Sí...! —afirmó con ligeros movimientos de cabeza—. Al rato de perderla de vista, un joven lleno de manchas de carbón vino a decirme que Lu estaba con ellos...

— ¿Y sigue paleando carbón?

Sin decir una palabra, Ana asintió con su característica falta de energía, y después de unos pocos segundos de silencio, volvió a hablar.

— Iba a decirte que estamos por llegar... —comentó apenas sin expresión, como si recién recordara a qué venía.

— Por fin... —suspiré, llevándome las manos a la cara—. Aunque el viaje fue corto... —volví a suspirar—. ¡Por algún motivo fue insufrible!

— ¡Yo me divertí! —gritó emocionada otra voz, apareciendo por la misma puerta que Ana—. ¿No es así, Ana? —dijo Lu, manchada hasta arriba de carbón; ninguna parte de su uniforme se había salvado, ni siquiera su pelirroja cabellera.

— ¡No grites, Lu! Hay gente que intenta dormir... —la reprendí, mirándola de arriba abajo minuciosamente—. Por el amor a la Diosa, estás cubierta de carbón... Ve a bañarte —le indiqué—. Ana, por favor, ayúdala. Estoy seguro de que costará sacarle todas las manchas negras.

Crónicas del Escuadrón Queens Victoria: Bajo la Sombra del Invasor y la BestiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora