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Esa mañana del 2 de noviembre, el hospital parecía un campo de batalla ajeno, pero no menos cruel que la purga misma. Las salas de urgencias rebosaban de heridos, de sobrevivientes cubiertos de cortes, hematomas y miradas apagadas, cada uno cargando el peso de las vidas perdidas y las propias heridas que, más allá del cuerpo, laceraban el alma. Aquella purga había sido devastadora, y aunque en los registros quedara como una más en la historia, para quienes habían sobrevivido, los ecos de esa noche resonarían siempre.
De los treinta que se arriesgaron para salvar a Samantha, apenas quince lograron resistir. Chan, Changbin, Hyunjin, Felix, Seungmin, Jeongin, Winter, Giselle, Soobin, Eunchae, Sakura, Chaewon, Wonwoo, Minghao y Vernon permanecían en habitaciones separadas, sus cuerpos quebrantados, algunos al borde del colapso y otros apenas conscientes. Aquellos que podían pensar, reflexionar y recordar, sentían una mezcla de alivio y dolor desgarrador.
Chan, con la mirada fija en el techo, revivía cada instante, cada grito, cada decisión que llevaron a perder a tantos de sus amigos y compañeros. Felix, con los ojos anegados en lágrimas, intentaba mantener la esperanza, aunque la imagen de Minho herido y al borde de la muerte le nublaba cada pensamiento. Todos, cada uno a su manera, lidiaban con la culpa y el dolor de haber sobrevivido.
Por cada cuerpo que aún respiraba, había una ausencia dolorosa que resonaba en los pasillos del hospital. Miembros de Seventeen que, con su valentía y determinación, dieron hasta la última gota de fuerza y sacrificio. Las pérdidas de aquellos que habían sido amigos, hermanos en batalla, resultaban imposibles de procesar. Mingyu, Jun, y Joshua, nombres que para sus amigos y familias significaban vida, risas y recuerdos, ahora quedaban grabados en memorias desgarradas y fotos que nunca volverían a ver nuevas sonrisas. Ningning y Karina, quienes enfrentaron la noche con la fortaleza de quienes no temen darlo todo, ya no regresarían; habían caído con la misma valentía con la que siempre se habían enfrentado a la vida, dejando un vacío que sus amigas, Winter y Giselle, apenas podían soportar. Kazuha y Yunjin, jóvenes, soñadoras y llenas de promesas, se habían convertido en heroínas trágicas, nombres que recordarían quienes lucharon junto a ellas, y a quienes las conocieron como mujeres fuertes y generosas.
El Gobierno, consciente del sacrificio de estos jóvenes, había decidido honrarlos de la única manera que entendía: sepultándolos con honores, aunque aquello no representara ni una fracción del verdadero valor de sus vidas. Familias destrozadas miraban con dolor e impotencia cómo los cuerpos de sus hijos, hermanos y amigos eran llevados en ataúdes, en una ceremonia que, aunque solemne, no podía borrar el desgarro de su partida. La culpa y la tristeza quedaban tatuadas en cada sobreviviente, y aunque el tiempo prometía apaciguar el dolor, en ese instante todo parecía insuperable.
