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Penumbras

Las horas de caminata me dejaron los pies doloridos. El suelo áspero y polvoriento de los caminos había sido más difícil de lo que esperaba. Y aunque los músculos de mis piernas se sentían pesados, lo que más me preocupaba era la incertidumbre que pesaba sobre mi pecho. Cada paso que daba hacia el reino de Taoris era una confirmación de que no había vuelta atrás, de que había hecho la elección correcta, o la equivocada, aún no lo sabía. Todo en mi interior se sentía como una contradicción: la esperanza por lo que podía encontrar al final de mi travesía, y el miedo a lo desconocido que se apoderaba de mi ser.

Finalmente, después de horas de caminar, supe que había llegado a Taoris por un cambio abrupto en el paisaje. Era como si hubiera cruzado una línea invisible que separaba lo que una vez fue vida de lo que ahora era una ruina moribunda. El suelo, antes de un marrón vibrante, ahora estaba cubierto de polvo y cenizas. Las plantas que alguna vez habrían adornado el paisaje y proporcionado un respiro de frescura, estaban hechas cenizas. Los árboles, que alguna vez debieron haber sido altos y frondosos, ahora estaban marchitos, como fantasmas de lo que fueron, con ramas huesudas que se extendían hacia el cielo gris. El aire era espeso, cargado de la sensación de abandono. Las nubes grises cubrían el sol, manteniendo la luz apagada y dando a la escena un tono sombrío, como si el cielo mismo llorara por la decadencia de este reino olvidado.

Caminé por lo que una vez debió ser un pueblo próspero. Las casas estaban de pie, aunque deterioradas. La pintura de las paredes se había desvanecido hasta convertirse en una capa pálida, y las puertas, algunas rotas o caídas, estaban a la merced del viento que arrastraba la tierra. No había señales de vida. Al menos, no de vida humana. No había ruido alguno, solo el sonido de mis propios pasos resonando en el vacío, como si cada ruido que hacía fuera un intruso en un lugar que debía permanecer en silencio.

En el centro del pueblo, donde las calles se cruzaban, se alzaba el castillo de Taoris. A lo lejos, su imponente estructura de piedra se alzaba como un gigante de sombras, como una reliquia del pasado que aún permanecía firme en medio de la devastación. El castillo, aunque en ruinas, seguía siendo majestuoso. Aquel que lo había construido, había diseñado una fortaleza que desafiaba el paso del tiempo. Era el único vestigio de vida en medio de este lugar muerto.

Al acercarme, dejé mi maleta a un lado, frente a las enormes puertas de piedra que se abrían hacia el castillo. No sabía si debía entrar o no. El miedo me asaltaba, pero la desesperación me empujaba hacia adelante. No había vuelta atrás. Si quería encontrar una oportunidad para vivir, si quería encontrar un lugar donde no me miraran como a una maldición, tenía que arriesgarme. Al final, no había otra opción.

El interior del castillo era un espacio oscuro y sombrío. Las paredes estaban sucias y cubiertas de polvo, y las ventanas, en su mayoría rotas, dejaban entrar apenas un rayo de luz. Lo primero que noté fue la penumbra que envolvía el lugar. No había luz, solo una oscuridad espesa que parecía tragarse todo a su paso. No había ni rastro de vida. Era como si el castillo hubiera estado cerrado durante siglos. Mi respiración se volvió más rápida, más irregular, mientras trataba de adaptarme a la oscuridad.

Saqué una pequeña vela de mi maleta y la encendí. Su luz titilante apenas iluminaba un pequeño círculo a mi alrededor. El resplandor era débil, pero era mejor que nada. Al principio, lo único que podía distinguir era el suelo cubierto de polvo y escombros, pero poco a poco, la vela reveló lo que estaba ante mí. No era un lugar amable. No había ningún tipo de señal de vida, salvo la mía. El silencio era ensordecedor.

Me decidí a caminar hacia adelante, guiada por la luz de la vela. Caminé por lo que parecía ser el vestíbulo principal, donde aún quedaba una alfombra desgastada que, a pesar de los años, se mantenía en el suelo, aunque medio deshilachada. Me dirigí hacia lo que parecía ser el trono del emperador. El pasillo conducía hacia una gran sala, y allí, en medio de la penumbra, pude distinguir la silueta de un gran trono de piedra, imponente y antiguo. Era el trono de Sylus.

Mi corazón latía con fuerza en mi pecho. No pude evitar sentir un nudo en el estómago mientras me acercaba. El castillo parecía estar vivo de alguna forma, con cada paso que daba, el aire se hacía más denso, más pesado. Me sentía como si estuviera entrando en un lugar sagrado, pero maldito al mismo tiempo.

Finalmente, llegué al trono. Lo que vi me hizo detenerme en seco. Sentado en el trono, con la cabeza inclinada hacia adelante, descansaba un hombre. Era imposible decir si estaba vivo o muerto. Su rostro pálido, casi como de mármol, estaba oculto por su cabello plateado, que caía en mechones sobre su rostro. La luz de la vela me permitió ver más de cerca los detalles: su pecho estaba atravesado por una espada brillante, como si la espada misma lo hubiera mantenido atrapado en su condena eterna.

Me quedé sin palabras. El hombre estaba muerto, o al menos parecía estarlo. Su cuerpo, a pesar de haber pasado tres mil años, seguía intacto. No había signos de descomposición. Era como si el tiempo lo hubiera respetado. La espada que atravesaba su pecho brillaba a la luz de la vela, y era evidente que era mágica. Se trataba de una espada antigua, de un material que nunca había visto antes. Su diseño era extraño, pero fascinante. No había duda de que era el objeto por el que muchos habían perecido intentando despojar a Sylus de su poder.

Me arrodillé junto al trono, mi mirada fija en el hombre. Sentía una mezcla de asombro y miedo. ¿Cómo era posible que su cuerpo siguiera tan... perfecto después de tantos siglos? La historia que se contaba en los rumores decía que el emperador Sylus había sido maldito, condenado por un pecado del que nadie sabía nada. Pero ¿qué pecado podía haber cometido alguien que parecía tan... poderoso, tan inmortal?

No pude evitarlo. La espada, la espada que lo mantenía atrapado, era mi única esperanza. Si conseguía liberarlo, tal vez él podría ayudarme. Tal vez, por una vez en mi vida, alguien me vería como algo más que una maldición. Tal vez podría conseguir un futuro aquí.

Con las manos temblorosas, extendí mis dedos hacia la espada, y con un esfuerzo, intenté moverla. No se movía. La fuerza mágica que emanaba de la espada era evidente. Intenté de nuevo, con más fuerza, pero nada. La espada permanecía clavada en su pecho como si fuera parte de él, un lazo irrompible.

"Por favor..." murmuré en voz baja, casi como si el hombre pudiera escucharme. "Me arriesgo a todo. Debo poder".

Pero no lo lograba. La espada no se movía. Mi corazón se aceleraba. ¿Estaba yo condenada a fallar, como todos los que lo habían intentado antes que yo?

En mi desesperación, me arrastré más cerca y tomé la espada con ambas manos. Hice un último intento, una última desesperada fuerza. Jalé con toda mi fuerza. Y de repente, la espada se movió.

El mundo entero tembló.

Me caí al suelo con el forcejeo, la vela se apagó con el aire que la vibración había causado. Todo el castillo parecía retumbar a mi alrededor. El sonido de las piedras crujientes y la estructura que se sacudía con la fuerza de algo más grande que yo me invadió. Mi cuerpo temblaba, mi mente se llenaba de terror. El castillo estaba temblando. El viento frío se desató por el pasillo.

"¿Qué he hecho?" murmuré, el pánico apoderándose de mí mientras el castillo retumbaba a mi alrededor.

𝐓𝐇𝐄 𝐂𝐀𝐒𝐓𝐋𝐄 𝐍𝐄𝐕𝐄𝐑 𝐅𝐀𝐋𝐋𝐒 | ꜱʏʟᴜꜱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora