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Fantasma

A partir de aquella noche, comencé a referirme a Sylus en mi mente como el Emperador Fantasma. Su presencia era tan inquietante, tan inesperada, que cada encuentro con él hacía que la piel se me erizara y el corazón me latiera con fuerza. No podía soportarlo más; sabía que, si me quedaba en Taoris, tarde o temprano mi propia cordura terminaría quebrándose. Así que tomé una decisión: en tres días, me iría. Buscaría ese lugar desconocido que, al menos, parecía estar lleno de vida, como si pudiera ofrecerme un nuevo comienzo.

Durante esos tres días, me dediqué a prepararme en silencio. No tenía mucho, pero cada cosa que empacaba parecía llenarme de una determinación casi feroz. Recogí alimentos, un par de prendas de ropa que todavía tenían algo de abrigo y, con los retazos de lo poco que me quedaba, fabriqué una especie de cobija para poder sobrevivir las noches frías a la intemperie. La despedida de aquel refugio destartalado que había sido mi casa temporal era necesaria y dolorosa, pero me convencí de que era la única opción.

Al tercer día, cuando apenas comenzaba a asomarse el amanecer, tomé mi maleta, respiré profundo y crucé la puerta de la casa. Avancé con cautela entre las calles abandonadas del pueblo, intentando no llamar la atención de nada ni de nadie. Sin embargo, justo cuando estaba a punto de dejar atrás las últimas construcciones de Taoris, un espeso humo rojo surgió frente a mí, bloqueando mi paso. Sylus.

El aire se volvió frío en cuestión de segundos, y todo mi cuerpo se congeló cuando vi su figura materializarse de entre la niebla. Me miraba con sus intensos ojos rojos, y una ligera sonrisa de incredulidad se dibujaba en sus labios.
—¿Ya te vas? —preguntó, con ese tono que combinaba enigmáticamente desinterés y curiosidad.

Mi primer impulso fue correr, pero sus ojos me tenían atrapada, como si hubiera clavado una espina invisible en mi piel. Hice un esfuerzo por responder con la mayor calma posible.
—Sí... hay un lugar que quiero conocer —contesté, intentando mantenerme firme.

Sylus me observó en silencio durante varios segundos que parecieron eternos. Sus ojos parecían capaces de ver más allá de mis palabras, de descifrar mis pensamientos más ocultos. Finalmente, rompió el silencio, pero lo hizo con una pregunta que no esperaba.
—¿Por qué huiste de tu hogar?

El dolor de la pregunta fue inmediato y profundo, como un golpe directo al pecho. Bajé la mirada, incapaz de sostener su mirada.
—Yo no huí... Me obligaron a abandonarlo. En mi reino piensan que estoy maldita.

Él me miró en silencio, como si mis palabras hubieran resonado de alguna forma en él. Cuando finalmente habló, lo hizo con una calma casi glacial.
—No es tan diferente de mi caso... ¿Qué pasó?

Mi corazón latía más rápido de lo que me gustaría admitir. Su presencia era desconcertante, y su curiosidad me ponía en una posición vulnerable, pero tal vez había algo en común entre nuestras historias. Finalmente, decidí responder.
—En Saint, los matrimonios se rigen por la elección de un objeto... un caldero mágico.

Sylus arqueó una ceja y me miró con una mezcla de interés y escepticismo.
—¿Caldero mágico? Descríbelo.

Suspiré, recordando el extraño objeto que había sido la causa de mi desgracia.
—Es un caldero antiguo, de oro, con grabados alrededor en una lengua que nadie entiende. Está decorado con símbolos extraños, y dicen que es infalible... pero no en mi caso.

De repente, Sylus exhaló con fuerza, como si mis palabras lo hubieran golpeado de alguna manera.
—¡Maldición! —exclamó, sus ojos brillaban con intensidad.

—¿Qué ocurre? —pregunté, confundida por su reacción.

Él negó con la cabeza, visiblemente molesto.
—Ese caldero es de mi familia. Lo hemos tenido desde hace generaciones... y saber que lo usan para emparejamientos me deja claro que su imaginación es demasiado escasa. Es un artefacto de poder ilimitado. Bueno, supongo que es conveniente que la gente de Saint sea estúpida.

Su comentario me ofendió un poco, pero intenté no reaccionar. En cambio, Sylus se dio cuenta de su tono y suspiró.
—Perdona, te he interrumpido. Sigue con tu relato.

No estaba segura de si realmente quería continuar, pero algo en su mirada me retuvo, y al final decidí hacerlo.
—El caldero nunca mostró la imagen de mi prometido. Jamás había ocurrido algo así en Saint. Todos creyeron que era una señal, y en poco tiempo la gente comenzó a decir que estaba maldita. Mi familia me rechazó y fui echada de casa. Nadie quiso darme trabajo, y poco a poco quedé excluida.

Sylus me observaba con una expresión que no había visto en él antes. Tal vez... comprensión.
—¿Y por qué viniste a Taoris?

—Escuché sobre la espada. Sabía que habían intentado robarla sin éxito, y pensé... pensé que si lograba algo imposible, como quitar la espada, podría encontrar un propósito o una nueva oportunidad.

Sylus asintió, su mirada ahora un poco más distante, como si estuviera recordando algo antiguo.
—Durante tres milenios, innumerables bandidos han intentado robarla sin éxito. El que tú lo hayas logrado significa que perteneces al linaje de quien puso la espada en mi pecho en primer lugar.

Mi curiosidad comenzó a despertar, y aunque el miedo no se había disipado, sentí el impulso de preguntarle algo. Después de todo, él había sido quien inició el interrogatorio.
—¿Por qué tenías esa espada clavada? ¿Cuál fue tu pecado?

Sylus pareció sorprenderse un poco ante mi pregunta, pero luego sus ojos adquirieron un brillo melancólico.
—Me enamoré de una mujer... Charis. Era hace tanto tiempo que apenas puedo recordarlo, pero su imagen sigue en mi mente. En ese entonces, Taoris era más poderoso que Saint, y ella era una joven de ojos esmeralda, delgada y amable, cuyo amor quise ganar. Pero el príncipe Aldris de Saint ya tenía su corazón, aunque intenté cortejarla antes de que su compromiso fuera definitivo.

Sylus hizo una pausa, como si reviviera aquellos momentos.
—Quise ganarla, pero Saint aprovechó la situación y ella me acusó de... de intentar aprovecharme de ella. Fue una mentira conveniente, y con esa excusa, el príncipe Aldris invadió Taoris. En la guerra que siguió, usó una espada mágica, la única arma capaz de causarme verdadero daño. Me acorraló en el castillo y me atravesó el pecho con ella.

El silencio llenó el aire. No sabía qué decir. Escuchar su historia era desgarrador, y de alguna forma podía comprender su dolor. Sylus miró al suelo, sus manos apretadas en puños.
—Cuando morí, el alma de Taoris se rompió conmigo. Mi familia era quien mantenía viva esta tierra, y cuando yo caí, Taoris cayó también. Su plan fue un fracaso; en lugar de conquistarme, dejaron una ruina y un pueblo abandonado. Nadie volvió a Taoris después de eso... ni siquiera para recordarme. La historia quedó en el olvido.

Tragué saliva, sintiendo una mezcla de compasión y tristeza.
—Así es... En Saint solo se rumoreaba que el emperador de Taoris estaba maldito por la espada.

Sylus asintió lentamente.
—Y tú me has liberado de esa maldición... o algo parecido.

Su mirada se fijó en mí, pero había algo diferente en ella. Esta vez, parecía ver más allá, algo en mí que ni siquiera yo misma comprendía.
—Si dices que tienes la sangre del príncipe Aldris... —su voz era baja, pero contenía una intensidad contenida—, ¿no temes que desee vengarme?

Sentí un escalofrío recorrerme, pero a la vez, algo en su tono me daba una extraña calma.
—¿Me odias? —le pregunté en un susurro.

Sylus negó con la cabeza, un leve destello de tristeza en sus ojos.
—No. Tú no tienes nada que ver con esa historia. Han pasado tres mil años, y tú fuiste quien me liberó. No tengo razón para culparte... y lamento haberte asustado la última vez. Estaba en shock; no fue fácil estar muerto en vida.

Asentí, sintiendo un alivio inesperado. Sus palabras tenían un peso y una sinceridad que no esperaba, y aunque todavía sentía algo de temor, había una paz en sus palabras que me invitaba a seguir adelante.

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⏰ Última actualización: Oct 28 ⏰

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𝐓𝐇𝐄 𝐂𝐀𝐒𝐓𝐋𝐄 𝐍𝐄𝐕𝐄𝐑 𝐅𝐀𝐋𝐋𝐒 | ꜱʏʟᴜꜱDonde viven las historias. Descúbrelo ahora