Capítulo 4

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Cuando llegué a casa esa tarde, sentía los pies pesados, como si el peso del mundo se hubiera anclado en mi pecho. Abrí la puerta sin hacer ruido, tratando de evitar cualquier tipo de interacción. Alejandro seguía en el sofá, ahora absorto en su videojuego. Me miró de reojo, pero no dijo nada. Lo conocía demasiado bien como para saber que su silencio era una invitación a no explicar nada.

Me encerré en mi habitación y me dejé caer sobre la cama. El techo parecía más lejano que de costumbre, como si el mundo que Emilio y yo habíamos compartido, aunque fuera por unos minutos, ya no tuviera lugar en esta realidad.

Había algo en sus palabras, en la manera en que me había mirado, que seguía retumbando en mi cabeza: "Nunca te prometí nada." Por más que lo intentara, esas seis palabras no dejaban de repetirse, golpeándome con la misma fuerza que la verdad que siempre me había negado a aceptar. Él nunca estuvo realmente ahí, nunca quiso estarlo. Yo había construido castillos en el aire, mientras él apenas y se asomaba al borde de ellos.

Saqué el teléfono y vi su última conversación en la pantalla, un simple "llegaste rápido" que ahora parecía tan vacío como su mirada. Quise escribirle, decirle que necesitaba hablar, que las cosas no podían terminar así. Pero mis dedos se quedaron paralizados sobre la pantalla. Sabía que cualquier intento solo se estrellaría contra el mismo muro: Emilio no era el tipo de persona que se quedaba a recoger los pedazos.

Un mensaje entró de pronto. No era Emilio. Era Nathalia.

-¿Estás bien? ¿Cómo te fue hoy con él? -decía el texto.

Suspiré. Sabía que Nathalia preguntaba desde un lugar genuino, pero no quería contarle lo que había pasado. No todavía. No hasta que yo misma lograra darle sentido.

-Fue lo mismo de siempre... pero peor -le respondí, sintiendo que esas pocas palabras resumían toda la tarde.

Casi al instante, Nathalia me llamó. No contesté. No estaba lista para hablar, ni siquiera con ella. Me limité a escribirle que hablaríamos más tarde. Nathalia entendía mis silencios mejor que nadie, pero también sabía que, eventualmente, me haría enfrentarme a lo que estaba sintiendo. Y eso me daba miedo.

Me levanté de la cama, incapaz de quedarme quieta. Caminé hacia el espejo y me miré con detenimiento. ¿Qué había en mí que siempre buscaba a la persona equivocada? Sabía que no era la primera vez que me pasaba esto, y probablemente tampoco sería la última. Sin embargo, cada vez que el ciclo se repetía, sentía que me quedaba menos de mí misma. Como si partes de mi corazón se fueran desprendiendo con cada intento fallido de encontrar amor.

De repente, escuché un golpe suave en la puerta. Era Alejandro.

-¿Camila? Mamá quiere saber si vas a cenar.

-No tengo hambre.

-¿Seguro? Dijo que hoy hizo lasaña.

Por un momento, casi sonrío. Mamá siempre hacía lasaña cuando intuía que algo no estaba bien, aunque nunca preguntaba directamente qué había pasado. Era su forma de ofrecer consuelo sin invadir.

-Tal vez más tarde.

-Como quieras. Pero no te tardes mucho o me la voy a comer toda -dijo Alejandro, con ese tono entre burlón y sincero que solo él sabía usar.

Me quedé en silencio un momento después de que se fue. A veces olvidaba que, aunque Alejandro podía ser un pequeño desastre, también era uno de los pocos que siempre estaba cerca, aunque no dijera mucho.

Decidí salir de la habitación al menos por un rato. Caminé hacia la cocina, donde mamá terminaba de recoger los platos.

-¿Todo bien, hija? -preguntó sin mirarme, como si supiera que era más fácil para mí responder sin tener que cruzar miradas.

-Sí... solo un poco cansada.

-Bueno, cuando quieras, hay lasaña.

Me quedé un momento más allí, viendo cómo mamá limpiaba con esa calma meticulosa que siempre me daba una sensación de seguridad. Sabía que, a pesar de todo, siempre tendría este espacio, esta casa, esta familia. No era perfecto, pero al menos era real.

Esa noche, me acosté pensando en las palabras que no había dicho y en las que tal vez nunca diría. Me pregunté cuántas veces más me mentiría a mí misma, buscando en otros lo que no sabía cómo darme. Pero justo antes de quedarme dormida, una idea se coló en mi mente: tal vez, después de todo, no era tarde para cambiar las cosas. Tal vez aún podía encontrar algo que valiera la pena, incluso si empezaba conmigo misma.

El teléfono vibró una última vez. Era Emilio.

-¿Estás despierta?

Lo miré por unos segundos, sintiendo cómo esa simple pregunta despertaba todas las contradicciones dentro de mí. Pero en vez de responder, apagué el teléfono. Por primera vez en mucho tiempo, elegí el silencio.

Entre lo que quise y lo que fui Donde viven las historias. Descúbrelo ahora